21 de noviembre de 2010

Fragmentos de nuestra historia

Señor Secretario de Gobierno Departamental.

Yo, Luis Escobar A, varón, mayor de edad, y del vecindario de Itagüí, en donde tengo mi residencia, le manifiesto, con el mayor respeto que una autoridad como la vuestra se merece, los siguientes acontecimientos:

En el Municipio de Itagüí tengo una tienda de víveres y licores, que espero, algún día, usted pueda visitar. En días pasados el señor Alcalde del Municipio ordenó una requisa a mi tienda, sin saber yo el motivo de tal disposición. Dos agentes de la autoridad, en cumplimiento de su misión, llevaron a cabo la labor con toda la cautela. Como la tienda no es espaciosa, sería rápida la búsqueda de aquello que yo, con asombro, también esperaba encontrar. Llegaron al cajón donde se guarda el dinero y justo allí observé que sus ojos, con aire de suficiencia, tomaron sin preguntar lo que para el Alcalde es objeto de recelo. Inmediatamente salieron, sin mediar palabra, a hacerle la respectiva entrega.

Dichos objetos, por sí mismos, no son elementos de delito ni de infracción alguna, pues falta una mano que los haga jugar, y en el cajón no había mano alguna que iniciara el prohibido juego, por tanto, contrariado, me dirigí a la oficina del Alcalde para que me hiciera la justa devolución. Este señor, sin dar mayor explicación, se negó rotundamente.

Es mercancía que por sí misma no tiene restricción pública, como le indiqué, además se cotiza en el comercio y su venta es libre. Sirve además para entretener de múltiples formas, no solo de la manera prescrita por las sabias autoridades.

Insisto entonces en que el señor Alcalde no tiene derecho alguno para quitarme lo que siendo mío no atenta contra las leyes que nuestros ilustres gobernantes han expedido para la preservación de la moral.

En consecuencia pido a usted, respetuosamente, se digne a ordenar al Señor Alcalde Municipal de Itagüí que me entregue mis dados, pues no estando prohibido su comercio, mal puede quitármelos como mal lo ha hecho.

Medellín, mayo 11 de 1945.

Luis Escobar.

15 de noviembre de 2010

Maicena

D

No era diciembre. Aunque, por los rostros, parece el tradicional juego con maicena en las calles, donde las narices se empolvan y la blancura de las pestañas contrasta con los ojos en llamas. Se vive el juego, día a día, en medio de la canícula (esta palabra, en el profundo cañón de permanentes brasas, poco significa). La maicena ha cambiado, ya no viene en empaques pequeños, fáciles de llevar en una mano. Tampoco puede ser esparcida con entusiasmo, su desperdicio es castigado. Es mayor el peso, sus propiedades físicas borran las huellas dactilares de los jugadores. No es la misma maicena de la niñez. Sin rodeos: no es maicena. Es cemento. Cemento que quema los ojos, cemento que seca la piel, cemento que enturbia la sangre y sofoca los pulmones. No son, tampoco, felices fiestas navideñas, ni juegos, ni jugadores. Son cuerpos lacerados por el trabajo en la imponente fábrica. Uno de los cuerpos se llama Fabio, nombre que sirve de poco.
En marcadas estrías faciales permanecen diminutas dunas que, en su lividez, acentúan los años de ilusiones evaporadas. Sin embargo, cuando sale el cuerpo de la jornada, su alma regresa y mira, con entusiasmo, la vida que con sus hijos, con sus amigos, con su mujer ha construido. Esta vez, cuando llega a casa, su hijo, que mira con inquietud sus ojos encendidos, solo alcanza a decir, Este año no te tiraré maicena.

31 de octubre de 2010

Autoayudada

Paolo Coleño


Qué horror, cómo hacían cuando la comunidad ayudaba al crecimiento de cada persona, se preguntaba. Valorar la ayuda mutua, qué disparate, se decía. Luego, cuando esos extraños vínculos se esfumaron, llegó dizque la ayuda divina, que de los cielos descendía y de las tribulaciones de la vida sacaba a la gente, qué locura, repetía. Ella se dio cuenta de que dicha ayuda, a veces, muchas veces, no llegaba y, por su puesto, comenzó a dudar. Dejó entonces la ayuda de los cielos a un lado.

Ahora tiene en su poder el recurso de la autoayuda. Se esfumó el prójimo, y también el dios  de barba, y quedó sola, pensando, entonces, cómo se ayudaba a sí misma. Encontró libros, muchos libros, de personas que se autoayudaban y daban las claves para que los otros se autoayudaran. Los leyó todos.

Primero, supo que los otros no eran de fiar, incluido Dios. También supo, según le dijeron quienes se habían autoayudado (en sus libros y en sus emotivas charlas), que al otro lado de esa ayuda que se prestaría a sí misma estaba la felicidad. Vio cómo ellos, que tanto se autoayudaron, consiguieron bastante dinero con las autoayudas que sus lectores se prestaron a sí mismos por medio de los libros y las charlas para la autoayuda de los otros. Ellos ahora no trabajan, solo se autoayudan y autoayudan a otros, así suene contradictorio, como lo es el universo que conspira.

Lleva ya tiempo con su proceso interno de autoayuda. Algunos amigos le dicen que está algo autista. Ella no los escucha, pues son un ruido externo que interrumpe su progreso. No responde llamadas, ya no trabaja, no habla con nadie, pues son factores que podrían distraerla de su autoayuda, que, como se puede certificar, va por muy buen camino.

Sola con ella, ayudándose siempre, no necesita, para nada, de los otros. Le dicen que los libros de autoayuda y las charlas son una ayuda externa, pero no, ella no se deja distraer con mensajes negativos de gente envidiosa. No dejará de leer sus libros de autoayuda ni de ir a sus charlas de los jueves en la noche, que ni crean, se dice. Seguirá fiel a los maestros de la luz propia. Es una mujer constante, ya ha memorizado con todo su esfuerzo los principios, bueno, el principio (todo está en ella), e interiorizado los 10 pasos hacia la felicidad. 

Mientras vaya a sus charlas y tenga en su mano el preciado libro con el secreto será la mujer original que siempre ha soñado, esa que todos mirarán, y dirán, Cómo se ha ayudado, es igualita a Chopra.



26 de octubre de 2010

Un mundillo

Qué pereza la academia y los académicos, los intelectualistas y todos esos que hacemos parte de ese mundillo. Y ni qué decir de esos que los criticamos porque se la pasan pensando, y de esos que nos enojamos con la crítica, y de esos otros que utilizamos el saber para saber como hacernos los bobos con los problemas cotidianos que a todos nos aquejan. Y de esos que nos ponemos por encima de todos para pensarlos, y hacer una meta-crítica,  y esos que utilizan la palabra meta-algo, etc., etc. Hoy me quedo con un amigo,  tomando una cerveza mientras espero qué diablos pasa en Facebook.

2 de octubre de 2010

Escape

Es duro matar a un hombre. Yo lo he matado. La línea que nuestras vidas habían seguido marcaban, desde siempre, este encuentro fatal. Yo no sería nunca más el mismo. Él, simplemente, ya no es. Me pregunto cómo las causas se sucedieron hasta llegar al punto donde nos encontramos. Saber que al nacer, y durante toda su vida, ignoró que yo, otro hombre, en otra latitud, en otro pueblo, me encontraría después de recorrer miles de kilómetros, de desandar por millones de minutos, para que el encuentro final se pudiera dar. El pasado, tan misterioso en sus líneas, me deja sin aliento cuando pienso que un simple movimiento diferente de lo ya ocurrido habría hecho que el curso de estas dos vidas que se encontraron para darle paso a la muerte se pudieran separar. Pero no fue así, yo di los pasos que debía dar, él también los suyos.

Mentira, es mentira: él no pudo dar los suyos, nosotros obligamos sus pasos. Antes de nacer ya habíamos dictaminado el encuentro final, este encuentro que yo, solo yo, podía evitar, y no evité. ¿O tal vez yo, como él, estaba determinado? Claro que no, pues abrir el paso del potente gas para que los cuerpos aspiraran su muerte no era mi destino fatal. Pude haber dicho la palabra que mi víctima alcanzó a decir miles de veces pero que no tuvo efectos en su limitada realidad.  “No”, esa palabra. Yo podía, además de decir, actuar con base en un “No” que me sacaría del camino fatal que ahora pesa, por siempre, sobre la humanidad. Pesará sobre mí, hasta mi muerte, pero en ese momento me convertí, como el mítico Caín, en una nueva mancha en la piel, mejor en la sangre, de los seres humanos, pues fue un humano, con toda su inhumanidad, quien determinó, sin justificación, que esos ojos negros que me miraban se cerraran por siempre, que ese cuerpo rayado por el hambre cayera sin vida encima de otros cuerpos.

No es este texto una liberación, pues no la hay, y no la debe haber. El “No” lo ignoré, me abstuve de pronunciarlo. Ahora debo pagar, ahora estoy pagando. El encierro que la “justicia” me negó me la he impuesto: no debo ver a otro ser humano, no soy digno de la existencia que me dan sus miradas y su palabra. Viviré, sí, mi organismo permanecerá. Con aquella muerte desprecié mi existencia como humano. He perdido la cuenta de los años que no veo la luz, que no veo un rostro, que no escucho una palabra. Solo una mano me deja algo de comida, para que la facilidad de la muerte no me libere. No quiero que me encuentren, ni que tengan compasión. Deben tener claro que esta carta, si alguien llega a leerla, es la expresión de mi vileza. Al escribir incumplo mi condena, pero esta escritura la aumenta. Los pasos de libertad que doy con la escritura, esos ojos negros que se desvanecieron en la nada no los podrán dar jamás. Aún continúo abriendo, con estas líneas, la cámara de gas.

Un soldado que le cumplió a su patria.

15 de septiembre de 2010

Con la cabeza al viento


Llueve. Veo las gotas en la visera. Se deslizan dejando una estela transparente que impide la visión. Íbamos para misa, como todos los martes. Marta se aprieta contra mi espalda.

Solo le queda el espacio necesario para respirar.

El pelo de Marta, negro, ondulado, parece una bandera agitada. Del casco le salen mechones gruesos. A veces se lo recoge, hoy no. Yo acelero, freno, hacia la derecha, hacia la izquierda, un carro se atraviesa, cambia de carril, vuelve sobre las rayas intermitentes que dividen la calle. La lluvia aumenta y Marta me abraza con más fuerza, como salvándose la vida.

El aire a veces le falta, pero logra respirar cuando levanta su cabeza.

No queremos que nos paren, después no llegamos a misa y así Marta no reza y yo me quedo sin mi burrita para el trabajo, y qué hacemos. Yo acelero entre los carros como una serpiente que persigue un ratón. Marta tiene el pelo mojado, yo toda mi camisa, cada vez más mojada, la visera es una sola gota. Veo brillar luces, rayos que se multiplicaban al pasar por la visera mojada. Me esfuerzo por encuadrar, por reconocer siluetas, autos, personas, calles, semáforos. Cada vez más rápido, que no nos detengan, que no se den cuenta, pues vamos tarde a misa. Estarán en la primera oración, Sí,  pero ya vamos. Es martes, no podemos faltar.

Mueve su cabeza, sin entender mucho que sucede: aquella cabeza libre de peso trata de girar, pero no puede.

Mientras, Marta me aprieta y siento el pequeño cuerpo. Sale de la nada, freno con fuerza, nos deslizamos un poco, pero soy experto en esquivar carros que salen de la nada, que se cruzan, que pisan la línea. La lluvia está más suave. Marta no me suelta, se sujeta con todo lo que tiene, me dice que no llegaremos, que acelere, que ella se tiene duro.

La cabeza, con ojos que parecen ver por primera vez el mundo, da vueltas, perdida, emocionada.

Ningún azul, ningún policía que nos quite la moto. Ya casi llegamos, Marta no me azarés.

El cuerpo pegado a la espalda, delgado, pequeño, inocente.

Esquivo una moto, voy entre los buses, el humo se nos mete por los poros, lloran los ojos. El semáforo va a cambiar, acelero y sé que el rojo, así alumbre, espera unas centésimas a que el verde del lado cambie. Dale pues, Ya casi, Martica, no llegamos tarde, relajate.

Ya vemos la cruz. El último envión, un vuelta, y listo, llegamos, no nos cogieron.  Mirá, ya llegamos, apenas va a empezar el padre.

La cabeza con grandes ojos, aún sin comprender bien, sabe que han parado, que llegaron. Marta me suelta y le dice, siempre con cariño, Tenete de papá, nené, yo me bajo y te cojo, no te vas a caer. Mientras veo su sonrisa, tan linda, me señala a Manuel. Miralo, cómo viene de contento, cómo se vería de feito con casco.

27 de agosto de 2010

Cuando un hombre muere

Cuando un hombre muere, transita del reino de la libertad al reino de la esclavitud. La vida es la libertad, por eso la muerte es la negación gradual de la libertad. Primero la mente se debilita, luego se ofusca. Los procesos biológicos en un organismo cuya mente se ha apagado continúan funcionando durante cierto tiempo: la circulación de la sangre, la respiración, el metabolismo. Pero se produce una retirada inevitable hacia la esclavitud: la conciencia se ha extinguido, la llama de la libertad se ha extinguido.
Las estrellas del firmamento nocturno se apagan, la vía láctea desaparece, el Sol se ha apagado, Venus, Marte y Júpiter se esfuman, el océano se petrifica, millones de hojas mueren, el viento deja de soplar, las flores pierden su color y aroma, el pan desaparece, el agua desaparece, el frío y el calor del aire desaparecen. El universo que existía en un individuo ha dejado de existir. Ese universo es asombrosamente parecido al universo que existe por fuera de las personas. Es asombrosamente parecido al universo que todavía se refleja en las cabezas de millones de seres vivos. Pero aún más sorprendente es el hecho de que ese universo tiene algo en él que distingue el rumor de sus océanos, el perfume de sus flores, el susurro de sus hojas, los matices de su granito, la tristeza de sus campos otoñales, y el hecho de que existe en el seno de las personas y, a la vez, existe eternamente fuera de ellas. La libertad consiste en el carácter irrepetible, único del alma de cada vida particular. El reflejo del universo en la conciencia del ser humanos es el fundamento de la fuerza del ser humano, pero la vida se transforma en felicidad, libertad, se convierte en valor supremo sólo en la medida en que el individuo existe como mundo que nunca se repetirá en toda la eternidad. Solo se puede experimentar la alegría de la libertad y la bondad cuando encontramos en los demás lo que hemos encontrado en nosotros mismos.

Vida y destino. Vasili Grossman.  

24 de agosto de 2010

Me la juego



Por: Yeyson Calle, el buñue.

En la cocina, ya lo entendí, me juego la vida. Quién lo pensara, es en serio, es verdad. No me cree, vea le cuento. Cuando lavo platos siento como si no estuviera haciendo nada, como si estuviera perdiendo mi tiempo, pero no crea, uno hace más que eso, al menos yo sí ¡oigannn a este! Va pensar que estoy medio rayado, pero no, no se deje impresionar por tan poco. Por ahí escuche una canción de un man más rayado, sí, ese man se la juega, la vida, de eso hablo, con los dados y con las viejas. Yo solamente digo que me juego la live lavando platos, por que agarro un plato por el borde, lo remojo, bien remojadito, que no quede nada seco, por que así no se puede, y apenas está bien empapado, dele con el jabón, por encima y por debajo, que quede todo espumoso. A veces se trata de deslizar, pero ahí mismito lo agarro, con la agilidad de una gato, por que algo hay que reconocer y es que soy mero gato, y pa que vea, no se me ha quebrado, hasta ahora, ni un plato, y eso ya es mucho, pues esa espuma (yo los dejo bien espumosos) los pone más indomables que un berraco. Pero le decía, apenas el plato está bien enjabonado, trin, abro el chorro, se va el jabón y queda el brillo, a lo bombril, no por lo que dicen ahora de la duración, del tal novio que se queda toda la vida, sino por la propaganda cuando con una cinta le arrancan la salsa de tomate al plato. Entonces, apenas sigue el otro plato, ahí mismo pienso, Eh, pero ese plato no es mío, yo no tengo por qué lavarlo, y ahí, justo ahí, me la juego toda. Puedo irme, y listo, eso no fue conmigo, o me quedo y le saco brillo al otro y al otro plato hasta terminar. Entones, digo que me la juego toda, por que me quedo, y resulta que el otro plato es el de mi linda, mi mamacita y cómo no se lo lavo pues, si ella, que está en el trabajo, me dejó listo el almuerzo. Por eso le digo, ahí me la juego toda.