15 de septiembre de 2010

Con la cabeza al viento


Llueve. Veo las gotas en la visera. Se deslizan dejando una estela transparente que impide la visión. Íbamos para misa, como todos los martes. Marta se aprieta contra mi espalda.

Solo le queda el espacio necesario para respirar.

El pelo de Marta, negro, ondulado, parece una bandera agitada. Del casco le salen mechones gruesos. A veces se lo recoge, hoy no. Yo acelero, freno, hacia la derecha, hacia la izquierda, un carro se atraviesa, cambia de carril, vuelve sobre las rayas intermitentes que dividen la calle. La lluvia aumenta y Marta me abraza con más fuerza, como salvándose la vida.

El aire a veces le falta, pero logra respirar cuando levanta su cabeza.

No queremos que nos paren, después no llegamos a misa y así Marta no reza y yo me quedo sin mi burrita para el trabajo, y qué hacemos. Yo acelero entre los carros como una serpiente que persigue un ratón. Marta tiene el pelo mojado, yo toda mi camisa, cada vez más mojada, la visera es una sola gota. Veo brillar luces, rayos que se multiplicaban al pasar por la visera mojada. Me esfuerzo por encuadrar, por reconocer siluetas, autos, personas, calles, semáforos. Cada vez más rápido, que no nos detengan, que no se den cuenta, pues vamos tarde a misa. Estarán en la primera oración, Sí,  pero ya vamos. Es martes, no podemos faltar.

Mueve su cabeza, sin entender mucho que sucede: aquella cabeza libre de peso trata de girar, pero no puede.

Mientras, Marta me aprieta y siento el pequeño cuerpo. Sale de la nada, freno con fuerza, nos deslizamos un poco, pero soy experto en esquivar carros que salen de la nada, que se cruzan, que pisan la línea. La lluvia está más suave. Marta no me suelta, se sujeta con todo lo que tiene, me dice que no llegaremos, que acelere, que ella se tiene duro.

La cabeza, con ojos que parecen ver por primera vez el mundo, da vueltas, perdida, emocionada.

Ningún azul, ningún policía que nos quite la moto. Ya casi llegamos, Marta no me azarés.

El cuerpo pegado a la espalda, delgado, pequeño, inocente.

Esquivo una moto, voy entre los buses, el humo se nos mete por los poros, lloran los ojos. El semáforo va a cambiar, acelero y sé que el rojo, así alumbre, espera unas centésimas a que el verde del lado cambie. Dale pues, Ya casi, Martica, no llegamos tarde, relajate.

Ya vemos la cruz. El último envión, un vuelta, y listo, llegamos, no nos cogieron.  Mirá, ya llegamos, apenas va a empezar el padre.

La cabeza con grandes ojos, aún sin comprender bien, sabe que han parado, que llegaron. Marta me suelta y le dice, siempre con cariño, Tenete de papá, nené, yo me bajo y te cojo, no te vas a caer. Mientras veo su sonrisa, tan linda, me señala a Manuel. Miralo, cómo viene de contento, cómo se vería de feito con casco.