25 de enero de 2011

Año nuevo

David Castrillón

Parece una obligación cuando se llega a los últimos días del año, o a los comienzos del nuevo, escribir algo sobre lo que vendrá. Algunos escribirán en papelitos, otros, más organizados, en sus nuevas agendas y harán una especie de plan anual que debe ser coherente con el de la vida. Pocos, simplemente, estarán cansados de los planes y repasarán mentalmente sus promesas incumplidas.  Verán que ya no es posible mentirse más sobre lo mejor que les espera y se limitarán al silencio.

Si repasamos estos esfuerzos, veremos que consisten en ordenar la vida, hacer de ella algo coherente. Para el año que comienza tendremos, entonces, unos propósitos, unas metas, unos logros y ya no será suficiente, como el año anterior, una burra negra, una yegua blanca y una buena suegra. Ahora, será otra burra, otra yegua y no diré nada sobre la suegra, que suficiente palo, muchas veces sin ninguna justificación, le hemos dado en estas tierras. No creo que se trate de un instinto de planeación y de tener el control, o de alcanzar el éxito el próximo año. Pienso que esto es, en la actualidad, una de las manifestaciones de algo más profundo.

Nosotros, eternos inconformes, tenemos una necesidad de plenitud, que tal vez reposa en nuestros genes como una herencia de aquel infinito que nos precede y que dio paso a esto que somos. Y ese deseo de orden supremo, de paraísos y de felicidad que cada año parece prometer, choca, irremediablemente, con nuestra realidad finita, llena de dolores y alegrías, y que deja con el paso del tiempo su huella en la carne. Nos movemos en medio de tragedias, pero como hormigas que trabajan después de haber sido derrumbado el hormiguero, nos levantamos con una obstinación irracional para rehacer aquello que fue destruido.

Me han dicho, desde el colegio, que principalmente somos seres racionales. Si así fuera, vería este mundo fríamente y la única salida sería un profundo pesimismo sin vuelta a atrás. Además, mirando historias recientes vemos que en muchas ocasiones la racionalidad de la que a veces nos sentimos orgullosos se ha puesto al servicio, con toda su ciencia y sus planes, de las mayores maldades. Si fuéramos principalmente racionales, no veríamos en el año que viene, en el año que comienza, una posibilidad.

Ahí está aquel sentimiento nada racional, de pie, vivo, en la mirada de un ser humano (sobre todo en la mujer) que ve en la miseria más profunda una posibilidad de encuentro: es la actitud de aquel que, en medio del dolor más cruento, se levanta y, con otros, busca rehacer aquello que se llevó la muerte. Es la esperanza absurda, como escribió Sabato, lo que caracteriza al hombre. Yo veo, también, otra cosa: gestos de generosidad sin sentido, silenciosos, pequeños, inexplicables que hacen que el ser humano siga viviendo y pensando que otro final u otro comienzo son posibles.

No puedo dejar de citar, en este punto, las palabras de alguien que vivió en medio de las realidades más duras y oscuras de este mundo, y que expresan un sentimiento que el año naciente me inspira:

La historia del hombre no es la batalla del bien que intenta superar al mal. La historia del hombre es la batalla del gran mal que trata de aplastar la semilla de la humanidad. Pero si ni siquiera lo humano ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá.*

Es la semilla la bondad, esa mínima cosa sin sentido, que no conoce de ideologías, ni de credos, donde encuentro el valor para escribir sobre el año nuevo. Dirán que no es racional escribir que el próximo año el mundo estará mejor, y estoy de acuerdo. Pero escribo porque aún me queda lo irracional que todos compartimos para ver una salida en pequeños gestos de bondad que aún no han sido aniquilados.


* Tomado de la novela Vida y destino, de Vasili Grossmman. Este hombre vivió lo que algunos consideran los dos mayores males del siglo XX: el nazismo y el comunismo soviético.

15 de enero de 2011

El límite de la resistencia


 Debo decirle también que, mientras era prisionero, contraje una deuda con los elefantes que trato de pagar. Fue a un compañero mío a quien se le ocurrió la idea. Después de estar algunos días en una celda de castigo –un metro diez por un metro cincuenta-, y sintiendo que estaba a punto de ahogarse entre aquellas cuatro paredes, empezó a pensar en las manadas de elefantes en libertad. Y todas las mañanas los alemanes le encontraban en plena forma, riéndose: se había vuelto inquebrantable. Cuando salió de la celda, nos contó su truco, y cada vez que no podíamos más en nuestra celda, nos imaginábamos a esos gigantes corriendo irresistiblemente a través de los grandes espacios abiertos de África. Exigía un considerable esfuerzo  de imaginación, pero ese esfuerzo nos mantenía vivos. Cuando nos dejaban solos, medio muertos, apretábamos los dientes, sonreíamos y, con los ojos cerrados, seguíamos viendo a nuestro elefantes llevárselo todo por delante y sin que nada pudiera detenerlos; casi oíamos la tierra temblando bajo las pisadas de esa prodigiosa libertad y el viento de alta mar nos llenaba los pulmones. Naturalmente, las autoridades del campo acabaron inquietándose: la moral de nuestro barracón era especialmente alta y moríamos menos. Nos apretaron las clavijas. Me acuerdo de un compañero, un tal Fluche, un parisino, que era mi vecino de cama. Por la noche era incapaz de moverse – su pulso había bajado a treinta y cinco-, pero de vez en cuando nuestras miradas se cruzaban; yo distinguía en el fondo de sus ojos una chispa de alegría apenas perceptible y sabía que los elefantes estaban todavía allí, que él seguía viéndolos en el horizonte… Los guardias se preguntaban qué demonios pasaba. Y después, entre nosotros hubo uno que se fue de la lengua. Puede imaginarse lo que eso supuso. La idea de que en nosotros siguiera habiendo algo a los que ellos no podían llegar, una ficción, un mito que no podían arrebatarnos y que nos ayudaba a resistir, los sacaba de sus casillas. ¡Y entonces empezaron a redoblar sus atenciones para con nosotros! Una noche, Fluche llegó arrastrándose al barracón y tuve que ayudarle a alcanzar su rincón. Se quedó tumbado durante un momento, con los ojos completamente abiertos, como si tratara de ver algo, y luego me dijo que ya no había nada que hacer, que ya no los veía, que ni siquiera creía que existieran. Hicimos todo lo que pudimos para ayudarle a resistir. Tenía que haber visto a la pandilla de esqueletos que éramos rodeándolo con frenesí, blandiendo el dedo hacia el horizonte imaginario, describiendo a esos gigantes que ninguna opresión, ninguna ideología, podrían expulsar de la tierra. Pero Fluche ya no conseguía creer  en las maravillas de la naturaleza. Ni siquiera conseguía imaginar que tal libertad existiera en el mundo: que los hombres, al menos en África, fueran todavía capaces de tratar la naturaleza con respeto. Sin embargo, hizo un esfuerzo. Volvió hacia mí su cara y me guiño un ojo. “Todavía me queda uno –murmuró-. Lo he escondido muy bien, muy al fondo, pero ya no podré ocuparme de él…Ya no me quedan…Llévatelo con los tuyos.” El pobre Fluche hacía un terrible esfuerzo para hablar, pero la chispa continuaba allí, dentro de sus ojos. “Llévatelo con los tuyos… Se llama Rodolfo. Es ridículo el nombre con el que yo le llamo… No quiero… Encárgate de él.” Pero me miro de una forma… “Vamos, anímate  -le dije-, me quedaré con tu Rodolfo, pero cuando te pongas bien te lo devolveré.” Pero yo tenía su mano en la mía y supe de inmediato que Rodolfo se quedaría conmigo para siempre. Desde entonces, lo llego conmigo a todas partes. Ya lo ve señorita, por eso estoy en África, eso es lo que yo defiendo.

Romain Gary. Las raíces del cielo. Páginas 45-46