8 de marzo de 2011

Secretos de mujeres 

David Castrillón Velásquez
Las costumbres que mueven los pies de algunas parejas cambiaron en este hogar que hoy observamos. Se ha movido de golpe la foto ancestral de la familia. Ahora el hombre está perdido en el laberinto del diminuto hogar, pues el espacio, en estas épocas, se encogió
Ella y él despiertan temprano, solo uno quedará en el apartamento, el otro se irá. La tradición se sacudió y la mujer parte rauda. Él, solo en su casa, sabe que ya no es el mismo hombre, es de otro tipo. Tal vez está aprendiendo a ser algo más que un simple macho ancestral. El día transcurre para él con la angustia de vivir un momento eterno. En la mañana los rincones del pequeño cajón amoblado lo llaman para que pase por sus estrechos ángulos los rígidos cabellos azules de la escoba. Se da cuenta, cada segundo que pasa se da más cuenta, de que una de las luchas es con el polvo, con las pelusas, con los diminutos, minúsculos residuos de materia que se acumulan (como entes perdidos que buscan compañía) en los rincones donde barrer es todo un reto.
Lo ha notado. El secreto más bien guardado de la física aparece ante sus ojos en el diminuto hogar: la materia es social (bueno, estrictamente para la materia no cabe el término de “social”). Entiende, este hombre, que un puntito de polvo requiere de la compañía de otros residuos para existir. Sin otro no es nada, necesita una relación para ser algo, necesita de otra cosa para ser materia. Y llega el varón por esa ruta de pensamientos, mientras limpia la pequeña alcoba, a un problema físico y filosófico de gran talla que él, simple amo de casa, percibió en su estrecho hogar. Conceptualiza (el concepto es lo suyo) que allí la física cuántica tiene un gran meollo: al descomponer hasta el límite la materia ¿cómo es posible que no haya nada? Debe haber siempre algo, pues de la nada no puede salir una cosa, como por magia. Lo consumen tales cavilaciones mientras intenta organizar su vivienda. De pronto el sonido de una olla lo saca de esta meditación física y lo manda a otra: el arroz se hizo. Siente cómo los minutos pasaron, percibe, en toda su magnitud, el eterno instante, el efímero e inmutable tiempo. Comprende por fin, después de profundas reflexiones, que desde esos rincones, escondidos a los ojos del macho, la mujer dominaba el universo: tiempo, materia, espacio, la nada. Se pierde de nuevo en pensamientos, uno detrás de otro... Y continua su labor de limpieza.
Mientras él intenta ordenar el minúsculo refugio (si no se distrae mucho pues como se aprecia su fuerte es la razón), ella, la del débil género, con el universo en su cabeza o mejor en su corazón, ha salido a arreglar el desorden que el hombre, quien poco sabe del sentir de la materia, sea ésta humana o física, ha dejado en el mundo. Y aún, después de componer tal desastre, sabemos que, así a Juan le haya quedado salado el arroz, Ana siempre le ayudará. Qué tal si no.