23 de junio de 2011

La primera pregunta

  No recuerdo la primera pregunta que tuve, creo que nadie la recuerda. De ella se desprende, uno podría pensar, lo que vamos siendo ahora. No solo de ella, también de la respuesta y del sentimiento que generó. Recuerdo algunas sorpresas que tuve de niño. Por ejemplo, que la tierra giraba alrededor del sol, y que además la tierra, donde yo estaba parado, giraba rápidamente suspendida en medio de la nada, y esa nada tenía una cantidad de elementos que giraban y se movían y componían algo que se llamaba universo, que era infinito. En aquel momento me dio un poco de vértigo, fue un sentimiento extraño, algo sublime, a la vez impotente. Y aún hoy, cuando pienso en el tal infinito, siento un vacío, tal vez incurable. Claro, descubrimientos prestados, pero era algo nuevo que no sabía.

Recuerdo que fue mi abuelo quien me habló del universo, y también recuerdo el sentimiento que me generó. Sentí en mi estómago como una mariposa de enamorado cuando supe que había algo tan inmenso y que yo, en medio de tal grandeza, era un minúsculo grano de arena, o menos. Me dio pesar de la arena, tan diminuta en el universo. También me dio un sensación de júbilo al pertenecer a  algo tan gigante, tan lleno de cosas de las que no sabía y que si preguntaba tal vez alguien me podría responder.

Tuve la fortuna de tener en mi infancia personas que tomaran en serio preguntas tan insignificantes como por qué las hormigas van por caminos y llevan hojas encima, hasta la pregunta de qué pasa con los que mueren. Esta última sé que ha dado para múltiples respuestas, y a mí, por lo menos, me la dejaron abierta, pero en ese momento esencial sentí que quien estaba conmigo sabía que aquella inquietud salía de mis entrañas, y por eso tomaba mis preguntas con las mayor seriedad. Yo, se los confieso, sentía que en esos detalles estaba en juego mi corta vida.

No les diré que lo que sentía cuando intentaba responder algo que en mi cabeza daba vueltas era similar al placer de comer, o de jugar, o de dormir, o de bailar. No era ese tipo de placer, era diferente. Era, eso sí, una sensación compartida por quien me miraba a los ojos e intentaba sentir lo mismo que yo.  Era también algo que subía a mi cabeza, iluminaba mi pensamiento, abría un cuarto nuevo y bajaba a mi estómago y de nuevo subía para dejarme saber que yo, ese simple grano de arena, podía hacer ingresar en mi cabeza parte del universo que estaba ahí, a la espera de preguntas. Una especie de éxtasis, de potencia, de alegría ingresaba por mi piel.

Las preguntas me exigían desplazarme, moverme, buscar, mirar, escuchar, en general bastante esfuerzo. Además, me di cuenta de que muchos otros también se habían preguntado y habían sentido ese gozo, y que las inquietudes que sentían e intentaban responder las pasaban a hojas para que otros las leyeran y respondieran, y continuaran con nuevas preguntas en una espiral interminable. Digamos que encontré cómplices, muchos cómplices de un placer extraño, al que algunos ahora llaman estudiar. A veces parece haber pasado de moda, por el esfuerzo que requiere, y quisieran reducirlo a un simple juego, pero insisto, no es el placer del juego, es otro placer, que aún la moda no ha podido desplazar (y no creo que pueda), pues mientras permanezcamos en esta esfera suspendida en el espacio siempre existirá ese niño que pregunta y que todavía habita, aunque a veces en un rincón, en cada uno de nosotros.




9 de junio de 2011

Nueva soledad



Por: David Castrillón

Un nuevo dolor llegó, no conocido hasta ahora. Separados por miles de kilómetros, un anciano, bastante joven, supo cómo, con la escritura, compartir su espíritu. Lo conocí cuando entre libros escuché un nombre sonoro. Sonoro fue el acto de leer que me enseñó, sonora la vida que se sentía en su estilo, sonoras, sus pausas, sus diálogos, todo su ser puesto al servicio de quien quisiera enfrentarse a los hombres y mujeres que en sus libros existen. Me preguntaba, con candidez, que era eso de ser humano. Sé que nunca lo sabré con certeza, sé que este anciano no lo pudo saber, pero esa conciencia de mi ignorancia esencial sobre el problema fundamental de la vida, me fue regalada por el portugués que ha muerto. Dirán que lo había dicho ya Sócrates y en adelante muchos otros, y es cierto. Sin embargo, para mi vida, solo lo sentí en los huesos cuando abrí con avidez lo que el hombre de Azinhaga había escrito.

Hoy, como he dicho, un nuevo dolor me acompaña, pues no había sentido, en lo que llevo de pobre existencia, la compañía de un maestro. Compañía que desde la distancia, y sin conocerme, me compartió sin mayor interés. Saber que aquello que en ese hombre se construyó durante 87 años se ha ido, le duele a la humanidad, pues personas como él sostienen esta esfera perdida. Parecen quedar cada vez menos: ese es el pesimismo, tal vez realismo, del que parecía hablar y que sus ojos veían con dolor todos los días, un dolor que llamaba, desde su casa en Lanzarote, mundo.

Las mujeres que me presentó son la expresión de la vida y la dignidad. Quería, con una responsabilidad de hierro, feminizar esta humanidad masculina. La inteligencia, que solo es social, la representan sus mujeres, quienes inspiran, en medio del escenario más cruento, a quienes quieren conservar la bondad más profunda, que a veces está al límite de desaparecer. Para este ciudadano el ser humano, en esencia, parecía malo, sin embargo, la mujer lo contradecía, y era esa mujer la que soportaba y mostraba que pequeñas bondades, hasta en el ambiente más extremo, florecían sin decir mucho, sin mucha algarabía.

Ha muerto. Ya no está más en esta tierra, y quedamos cada vez más solos. Muchos seres humanos habitamos esta cosa redonda que nada la sostiene, esta mancha azul que en medio del infinito se mueve sin saber dónde está. Y las pequeñas conciencias que la habitan parecen, en medio de su impotencia, separase más mientras que con estrechez se miran. Una compañía solitaria es lo que parece imponerse, y la muerte de José, del señor José, de ese que en mi impotencia quisiera que todos tuviéramos, de aquel que esperaría ver en los ojos de los seres humanos, es un dolor de soledad. Pero el dolor que sentiría el discípulo en la distancia cuando ya no estuviera el cuerpo de su maestro respirando, él, con sabiduría y amor, lo previó: José Saramago se quedó conmigo en sus letras, allí está, junto a mí, cuando con la magia de sus libros me dice, con su bella lucidez, qué voy siendo en este jardín imperfecto.


8 de marzo de 2011

Secretos de mujeres 

David Castrillón Velásquez
Las costumbres que mueven los pies de algunas parejas cambiaron en este hogar que hoy observamos. Se ha movido de golpe la foto ancestral de la familia. Ahora el hombre está perdido en el laberinto del diminuto hogar, pues el espacio, en estas épocas, se encogió
Ella y él despiertan temprano, solo uno quedará en el apartamento, el otro se irá. La tradición se sacudió y la mujer parte rauda. Él, solo en su casa, sabe que ya no es el mismo hombre, es de otro tipo. Tal vez está aprendiendo a ser algo más que un simple macho ancestral. El día transcurre para él con la angustia de vivir un momento eterno. En la mañana los rincones del pequeño cajón amoblado lo llaman para que pase por sus estrechos ángulos los rígidos cabellos azules de la escoba. Se da cuenta, cada segundo que pasa se da más cuenta, de que una de las luchas es con el polvo, con las pelusas, con los diminutos, minúsculos residuos de materia que se acumulan (como entes perdidos que buscan compañía) en los rincones donde barrer es todo un reto.
Lo ha notado. El secreto más bien guardado de la física aparece ante sus ojos en el diminuto hogar: la materia es social (bueno, estrictamente para la materia no cabe el término de “social”). Entiende, este hombre, que un puntito de polvo requiere de la compañía de otros residuos para existir. Sin otro no es nada, necesita una relación para ser algo, necesita de otra cosa para ser materia. Y llega el varón por esa ruta de pensamientos, mientras limpia la pequeña alcoba, a un problema físico y filosófico de gran talla que él, simple amo de casa, percibió en su estrecho hogar. Conceptualiza (el concepto es lo suyo) que allí la física cuántica tiene un gran meollo: al descomponer hasta el límite la materia ¿cómo es posible que no haya nada? Debe haber siempre algo, pues de la nada no puede salir una cosa, como por magia. Lo consumen tales cavilaciones mientras intenta organizar su vivienda. De pronto el sonido de una olla lo saca de esta meditación física y lo manda a otra: el arroz se hizo. Siente cómo los minutos pasaron, percibe, en toda su magnitud, el eterno instante, el efímero e inmutable tiempo. Comprende por fin, después de profundas reflexiones, que desde esos rincones, escondidos a los ojos del macho, la mujer dominaba el universo: tiempo, materia, espacio, la nada. Se pierde de nuevo en pensamientos, uno detrás de otro... Y continua su labor de limpieza.
Mientras él intenta ordenar el minúsculo refugio (si no se distrae mucho pues como se aprecia su fuerte es la razón), ella, la del débil género, con el universo en su cabeza o mejor en su corazón, ha salido a arreglar el desorden que el hombre, quien poco sabe del sentir de la materia, sea ésta humana o física, ha dejado en el mundo. Y aún, después de componer tal desastre, sabemos que, así a Juan le haya quedado salado el arroz, Ana siempre le ayudará. Qué tal si no.

19 de febrero de 2011

La mujer de los sueños

David C.

Foto: Natalia Correa U

     Todos los hombres somos un Hombre, y este Hombre escribe una obra. Solo aportamos, en lo que parece una vida, pequeñas frases, como pasajero pensamiento de ese Hombre que somos.

Libro de las inquietudes. p. 127.

Durante la guerra contra el terror, cuando nos encerraron en los campos de tortura, tenía un compañero que se hacía llamar José: era el hombre más valiente que he conocido en mi vida. Un negro corpulento, de manos grandes y mirada transparente. Era el núcleo irreductible de nuestro grupo y todos los estudiosos y “políticos” se agrupaban instintivamente a su alrededor. Siempre alegre, con esa alegría de quien ha llegado hasta el fondo de las cosas y emerge seguro de sí mismo. Cuando decaían los ánimos y a tu alrededor solo veías caras tristes y desesperanzadas que se miraban una a otras, ibas a él y siempre se le ocurría algo para subirte la moral. Un día, por ejemplo, entró en la pequeña celda imitando el gesto de un hombre que da el brazo a una mujer. Nosotros estábamos hundidos en nuestros rincones, sucios, descorazonados, desesperados. Las quejas de quienes no estaban demasiado agotados se elevaban por las frías paredes y parecían inundarlo todo. José, sin dejar de ofrecer el brazo a la mujer imaginaria, atravesó la celda bajo nuestras miradas desconcertadas y después, con cara de enamorado, hizo el ademán de invitarle a sentarse en su cama. A pesar de la indiferencia general hubo algunas muestras de interés. Unos se incorporaban apoyándose en el codo y miraban asombrados a José hacerle cariños a su mujer invisible. Le besaba la mano, le acariciaba los pómulos, le decía algo al oído, todo con una amabilidad de dandy.

En un momento, cuando Luis se había quitado el pantalón y se estaba rascando los pelos, José se acercó a él y le echó con todas sus fuerzas una sábana sobre el culo. Qué te pasa, será que no me puedo rascar o qué, protestó Luis, Un poco de pudor, viejo, no ves que hay una mujer entre nosotros, dijo José, Qué, dijo otro, Cómo, exclamó Jairo, Estás loco, de que mujer hablás inquirió Santiago,  Claro, algunos de ustedes fingen no verla, cierto, y por eso siguen en la cochinada.

Nadie dijo nada. Tal vez se hubiera vuelto loco, pero seguía teniendo una figura imponente, ante la que los mismos sicarios y narcos con los que estábamos mostraban respeto. José volvió junto a su mujer imaginaria y le besó delicadamente la mano. Después, volviéndose hacia todos nosotros, que lo mirábamos boquiabiertos, nos dijo, Bueno, ya saben, a partir de hoy todo cambiará. Primero, no seguirán chillando como gatas y se comportarán ante ella como si fueran hombres. Digo “como si”, porque es lo único que cuenta. Van a hacer un esfuerzo de limpieza y dignidad, porque, sino, les daré una muenda. Ella, mujer decente, no soportaría pasar un día en este ambiente apestoso y, además, nos comportaremos de una manera galante y educada. Y el primero que le falte al respeto, que por ejemplo se tire un peo delante de ella, tendrá que rendirme cuentas.

Lo mirábamos con cara de burros y en silencio. Después algunos empezaron a comprender. Hubo algunas risas roncas, pero todos sentíamos confusamente que en el punto en el que estábamos, sino había alguna convención de dignidad para sostenernos, si no nos agarrábamos a una ficción, a un mito, lo único que nos quedaba era abandonar, someternos a cualquier cosa, incluso a colaborar con la tortura a otros. A partir de aquel momento, ocurrió algo realmente extraordinario: la moral del grupo T subió varios grados. Hicimos unos esfuerzos de limpieza inauditos. Un día, Ignacio, que sin duda ya no podía más, y que estaba a punto de ceder él mismo, se lanzo sobre un narco con el pretexto de que “le había faltado al respeto a la señorita”. La explicación que después le dio al asombrado Capo nos dio para reírnos un buen rato. Cada mañana, uno de nosotros sostenía una manta desplegada en un rincón “mientras la señorita se vestía” para protegerla de las miradas indiscretas. Felipe, el pianista, y por lo tanto el más extenuado de todos nosotros se pasaba los veinte minutos del descanso recogiendo piedritas raras para ella. Los intelectuales del grupo decían agudezas y pronunciaban discursos para lucirse ante la mujer invisible y cada uno recurría a lo que le quedaba de virilidad para mostrarse siempre victorioso. Naturalmente, el general del campo de tortura no tardó en ser puesto al corriente. Ese mismo día, durante el descanso, vino a ver a José con una de esas sonrisas de suficiencia y coléricas de las que solo él conocía el secreto. José, me dicen que usted ha metido una mujer en le celda T, Nada le impide registrar, respondió José. El general suspiró y meneó la cabeza. Yo comprendo estas cosas, José, dijo con suavidad. Las comprendo muy bien, he nacido para comprenderlas, es mi oficio. Esa es la razón de que haya llegado tan lejos en la defensa de nuestras instituciones, de nuestra seguridad. Las comprendo y no me gustan, incluso diría que las detesto. Por eso sigo a mi presidente Tamayo. No creo en la omnipotencia del espíritu humano, no creo en la primacía de lo espiritual, en el asunto de la discusión, en la libertad, en el mito de la dignidad ni en las tales convenciones nobles, ese idealismo me resulta insoportable, así tenga que hablar de eso en público. José, le doy hasta mañana para que haga salir a esa mujer de la celda T. Mejor que eso… sus ojos sonrieron, Conozco a los idealistas, José, a los tales humanistas. Desde que llegamos al poder me he especializado en los idealistas y los humanistas. Los “valores espirituales” son cosa mía. No olvide que, en lo esencial, la nuestra es una apuesta por la seguridad, y no me pregunte de quiénes, que en este momento eso no interesa. Así, pues, mañana por la mañana estaré en la celda T con dos soldados. Usted me entregará a la mujer invisible que tanto hace por su moral y explicaré a sus compañeros que será conducida al burdel militar más próximo para satisfacer las necesidades que le permiten a nuestros soldados cuidar de la seguridad del País.

Esa noche reinaba en la celda T la consternación. Buena parte del grupo, los realistas, los razonables, los hábiles, los prudentes, los que sabían contentarse, los que tenían los pies en la tierra, estaban dispuestos a ceder y a entregar a la mujer. Pero era porque sabían que a ellos no les iban a preguntar nada, que la pregunta se la harían a José y que José no cedería. Bastaba con ver lo radiante que estaba. No valía la pena intentarlo, no cedería. Porque si nosotros no teníamos la suficiente fuerza o la suficiente fe para creer en nuestras propias convenciones, en nuestro mitos, en todo lo que nos habíamos contado sobre nosotros mismos en nuestros libros y en nuestras universidades, él se negaba a renunciar y nos observaba con sus ojitos burlones, prisionero de un poder mucho más formidable que el de los Tamayistas. Y se desternillaba de risa ante la idea de que aquello solo dependía de él, que los miembros del PMFR, el ejército por la seguridad, no podrían arrebatarle por la fuerza esa creación inmaterial de su espíritu, que dependía de él consentir entregarla o reconocer que no existía. En cierto sentido, si él cedía, si daba ejemplo de sumisión, todo se volvería más fácil, bastante más fácil, porque si podíamos por fin liberarnos de nuestra condición de dignidad, entonces todo nos estaría permitido. Incluso no habría ninguna razón para no ser Tamayista. Pero solo había que ver su expresión de euforia para saber que la cosa no  funcionaría. Creo que esa noche los narcos y sicarios de la celda T debieron pensar que nos habíamos tostado, que estábamos completamente locos. Los que comprendían la situación se reían cínicamente y nos dirigían miradas divertidas, indulgentes, de sabios, de hombres llenos de experiencia, de realistas que saben arreglárselas y vivir en perfecto acuerdo con su condición, con la vida, miradas como las de Gilberto…

Qué hacemos, Escuchen, tengo una idea, y si la dejamos salir mañana y la hiciéramos volver por la noche, Ya no volvería, dijo Santiago,  Y aunque lo hiciera no sería la misma. José no decía nada, escuchaba con ojos vigilantes. Lo que más me fastidia es que quieran meterla en un burdel. Romel, el pequeño zapatero de Boston, aún creyente del comunismo, que había seguido toda la conversación con una cara de desaprobación total, explotó, Estás completamente loco, José, tostado, retostado, te agüevaste, no pensarás dejar que te metan a esa mierda de celda de aislamiento y que te juzguen por esa maricada. Para nosotros lo importante es mantenernos con vida, salir vivos de acá, para contárselo todo a los demás y que esta cochinada sea imposible en un futuro, para volver a construir un mundo nuevo en el que no haya que agarrarse a mitos ni pendejadas de esas.

Pero a José le salía una suave carcajada y Romel se metió en su rincón y nos dio la espalda para demostrarnos que ya no era de los nuestros. Llegó la mañana, y José nos puso firmes a todos. El general llegó con sus dos PMFR y nos examinó. Su sonrisa era más colérica y más retorcida que de costumbre. Parecía divertirse bastante.

Bueno, don José, y la virtuosa señorita, Se quedará aquí. Al general la cara se le blanqueó un poco. Sus gafas parecían temblar. Sabía que se había metido en un buen lío. Sus dos PMFR eran testigos de su impotencia. Estaba a merced de José. Dependía de su buena voluntad. No tenía fuerza, no tenía soldados, no tenía armas capaces de expulsar de la celda T a esa ficción, no podía hacer nada contra ella sin nuestro consentimiento. El oficial acababa de chocar contra la fidelidad de aquel hombre a su convención, poco importaba que esta fuera verdadera o falsa, el caso es que nos iluminaba de dignidad. Esperó solo un segundo, muy hábilmente, para no acentuar y prolongar su derrota. Bueno, en ese caso, sígame. Antes de salir, José nos guiñó un ojo, Se las confío, mis amigos, gritó.

Pensamos que nunca más lo volveríamos a ver. Nos lo devolvieron un mes más tarde con la nariz aplastada y sin algunas uñas, pero en sus ojos no había el menor signo de derrota. Entro en la celda T con unos veinte kilos de menos, perdidos en los misterios del régimen de aislamiento, y el rostro terroso, pero en lo esencial seguía siendo el mismo. Hola señores, un mes de celda de castigo a sus servicios. Un metro diez por un metro cincuenta, no había forma de acostarse, pero por eso, precisamente, se me ocurrió tremenda idea. Se las contaré ya, porque veo que algunos tienen una cara de mierda, y no les preguntaré por qué. Había momentos en que yo también me sentía así, entonces me daban ganas de darme contra las paredes, de estrellar mi cabeza contra los muros, de sacarme los ojos, de hacer algo para tratar de salir al aire libre. Y ustedes se quejan de claustrofobia, chillones. Pero bien, al final se me ocurrió. Cuando no puedan más, hagan lo que hice yo, pensaba manadas de elefantes, de esos que hemos visto en televisión, corriendo por las sabanas de África, por inmensos espacios llevándoselo todo, porque mientras están vivos nada los detiene. E incluso, quien sabe, si después de muertos continúan corriendo igual de libres.  Así, cuando empiecen a sentir claustrofobia o terror, cuando tanta seguridad los agobie, cuando sientan que ya no pueden de la impotencia, imagínense a manadas de elefantes en plena libertad, síganlos con la mirada, agárrense a ellos en su carrera y verán cómo, de una, les va mejor.

Hoy continúo guardando el último elefante que me dejó José, y se han sumado a él los árboles que, con sus músculos, se aferran a la tierra y nos protegen en los momentos en que los Tamayistas, que a veces parecemos todos, se manifiestan en la vida de esta ciudad perdida en las montañas.

9 de febrero de 2011

Buen usuario

David Castrillón

Siempre he sido un buen usuario del metro. Aprendí a ser un ciudadano ejemplar, apto para montarlo. En la estación hago la fila para comprar el tiquete. Si es larga, no me desespero. En silencio, guardando en lo posible distancia, espero que avance. Intento no hacer ruido, pues entrar al metro, por lo que me han enseñado, es un acto de buena disciplina. Antes de llegar a la ventanilla saco de mi billetera el valor exacto. Cuando llego tengo listo en mi mano derecha el dinero. Saludo en un tono neutro, con un inexpresivo “buenas tardes”, y extiendo mi mano. El tono neutro, como buen cliente que también soy, es para no generar distracciones de ningún tipo en la servidora que con su mano izquierda me da el tiquete. Así el proceso de compraventa se realiza ágilmente, y la fila se mueve con mayor rapidez. Veo, a veces, cómo algunos se entretienen en conversaciones y hasta llegan a hacer reír a la funcionaria. Imagino que la disciplina les será aplicada. Esto no es muy común, a decir verdad, pues por lo general en el metro somos todos (aunque yo en mayor medida) usuarios disciplinados.

Para mayor seguridad, y como ayuda al cabal cumplimento de la tan lograda y admirada disciplina en este limpio lugar, está, siempre a nuestro lado, un servidor de la fuerza pública. Camino hacia la máquina registradora, no muy despacio ni muy rápido, con un ritmo adecuado de dos pasos por segundo. Introduzco el tiquete en la ranura. Ahora no tengo que saludar, tampoco nadie hará reír a la máquina, lo que la hace bastante eficiente. Ahora estoy dentro. Bajo las escalas conservando la cadencia en el andar y me ubico en la parte intermedia del pasillo de espera detrás de la línea amarilla. Este pasillo está siempre brillante. Las personas que ingresan tienen un caminar parecido al mío, además, si hablan, lo hacen en silencio. Todos detrás de la línea, callados, parados (pocos sentados), somos el ejemplo de la eficiencia de este medio de transporte. Los ojos del policía están atentos para que la cultura se mantenga. Yo también estoy atento, pero en este mar de buena disciplina solo veo, para mi tranquilidad, rostros sin expresión. 

Cuando el metro llega a la estación espero, primero, que las personas que están dentro salgan. Luego ingreso. El metro es muy limpio. Ni el tiempo, ni la sucia ciudad, han pasado sobre él: está igual que el primer día que sus puertas se abrieron. A él no lo afecta la masa informe que afuera se mueve. A mí tampoco me afecta mucho.

Las puertas se cierran y el tiempo que estaré dentro de este límpido cuarto en movimiento está medido. Observo a las personas dentro del vagón y siento un orgullo por tanto orden, por tanto silencio, por tanta limpieza. Constato que se ha logrado, con la ayuda de la mirada del servidor público de verde, una conducta irreprochable de los usuarios.

Cuando sonó el timbre anunciando el cierre de las puertas, dos jóvenes, en medio del vagón, comenzaron a reírse de tal forma que las miradas se instalaron en sus rostros. El silencio, la paz y el orden que reinaban fueron irrespetados por unas carcajadas tan estruendosas que parecía haberse metido la ciudad en el vagón. Una sonrisa hubiera sido aceptable, pero tal exceso de expresión era un insulto a las buenas maneras. Por un momento pararon, pero solo fue para salir, en el segundo siguiente, con mayor fuerza.

Todos los usuarios miramos sorprendidos ese escándalo, y el reproche por tal actitud se les hizo sentir. Hubo miradas de ceño fruncido, movimientos de cabeza negativos, suspiros inconformes, todo el peso del rechazo gestual les fue impuesto. Sin embargo no paraban. Yo, por supuesto, estaba indignado ¿Cómo era posible que la indisciplina se hubiera filtrado en el mayor referente de la cultura, en el logro de siglos de modernización, de orden? En ese momento, cuando las carcajadas iban y venían sin control alguno, comencé a sentir, primero en mi boca, después en mi estómago, una risa irreprimible. No había razón para tal risa, parecía un contagio.

Mientras más escuchaba las carcajadas, más mi cuerpo las quería reproducir. Baje la mirada, trate de concentrarme en ideas razonables, pero era incontrolable lo que se apoderaba de mí. Pensé, por un momento, en una rara enfermedad de la  risa que estos jóvenes estaban propagando y que terminaría en un contagio general. Estaría amenazado el orden. No había en el vagón un  solo policía que impusiera la inmaculada cultura del metro, y yo, mientras más escuchaba a los jóvenes, más risas espasmódicas generaba. Las personas comenzaron a mirarme, ninguna reía. Solo yo había sido contagiado. Yo, un ejemplo de usuario, de buen ciudadano.

Por un momento controlé los espasmos, pero, como a los jóvenes, brotó de mis entrañas una gran carcajada que no pude ocultar. Desconsolado, pero en medio de una risa absurda, trataba de encontrar una mirada que me devolviera la compostura. Mientras más buscaba, más fuerte era mi ataque. Los jóvenes me miraban y seguían riendo. Yo tampoco paraba. Llegué a la siguiente estación, y tuve que abandonar el vagón. Salí corriendo, con la carcajada a cuestas. Un funcionario de la seguridad, al verme en la sospechosa actitud, salió detrás de mí. Yo aumenté la carrera, tenía que salir, me salté la máquina registradora, tropecé con un usuario, rompí la fila, mientras el policía me perseguía para que no riera, para que no corriera, y yo no paraba, no paraba de reír.

25 de enero de 2011

Año nuevo

David Castrillón

Parece una obligación cuando se llega a los últimos días del año, o a los comienzos del nuevo, escribir algo sobre lo que vendrá. Algunos escribirán en papelitos, otros, más organizados, en sus nuevas agendas y harán una especie de plan anual que debe ser coherente con el de la vida. Pocos, simplemente, estarán cansados de los planes y repasarán mentalmente sus promesas incumplidas.  Verán que ya no es posible mentirse más sobre lo mejor que les espera y se limitarán al silencio.

Si repasamos estos esfuerzos, veremos que consisten en ordenar la vida, hacer de ella algo coherente. Para el año que comienza tendremos, entonces, unos propósitos, unas metas, unos logros y ya no será suficiente, como el año anterior, una burra negra, una yegua blanca y una buena suegra. Ahora, será otra burra, otra yegua y no diré nada sobre la suegra, que suficiente palo, muchas veces sin ninguna justificación, le hemos dado en estas tierras. No creo que se trate de un instinto de planeación y de tener el control, o de alcanzar el éxito el próximo año. Pienso que esto es, en la actualidad, una de las manifestaciones de algo más profundo.

Nosotros, eternos inconformes, tenemos una necesidad de plenitud, que tal vez reposa en nuestros genes como una herencia de aquel infinito que nos precede y que dio paso a esto que somos. Y ese deseo de orden supremo, de paraísos y de felicidad que cada año parece prometer, choca, irremediablemente, con nuestra realidad finita, llena de dolores y alegrías, y que deja con el paso del tiempo su huella en la carne. Nos movemos en medio de tragedias, pero como hormigas que trabajan después de haber sido derrumbado el hormiguero, nos levantamos con una obstinación irracional para rehacer aquello que fue destruido.

Me han dicho, desde el colegio, que principalmente somos seres racionales. Si así fuera, vería este mundo fríamente y la única salida sería un profundo pesimismo sin vuelta a atrás. Además, mirando historias recientes vemos que en muchas ocasiones la racionalidad de la que a veces nos sentimos orgullosos se ha puesto al servicio, con toda su ciencia y sus planes, de las mayores maldades. Si fuéramos principalmente racionales, no veríamos en el año que viene, en el año que comienza, una posibilidad.

Ahí está aquel sentimiento nada racional, de pie, vivo, en la mirada de un ser humano (sobre todo en la mujer) que ve en la miseria más profunda una posibilidad de encuentro: es la actitud de aquel que, en medio del dolor más cruento, se levanta y, con otros, busca rehacer aquello que se llevó la muerte. Es la esperanza absurda, como escribió Sabato, lo que caracteriza al hombre. Yo veo, también, otra cosa: gestos de generosidad sin sentido, silenciosos, pequeños, inexplicables que hacen que el ser humano siga viviendo y pensando que otro final u otro comienzo son posibles.

No puedo dejar de citar, en este punto, las palabras de alguien que vivió en medio de las realidades más duras y oscuras de este mundo, y que expresan un sentimiento que el año naciente me inspira:

La historia del hombre no es la batalla del bien que intenta superar al mal. La historia del hombre es la batalla del gran mal que trata de aplastar la semilla de la humanidad. Pero si ni siquiera lo humano ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá.*

Es la semilla la bondad, esa mínima cosa sin sentido, que no conoce de ideologías, ni de credos, donde encuentro el valor para escribir sobre el año nuevo. Dirán que no es racional escribir que el próximo año el mundo estará mejor, y estoy de acuerdo. Pero escribo porque aún me queda lo irracional que todos compartimos para ver una salida en pequeños gestos de bondad que aún no han sido aniquilados.


* Tomado de la novela Vida y destino, de Vasili Grossmman. Este hombre vivió lo que algunos consideran los dos mayores males del siglo XX: el nazismo y el comunismo soviético.

15 de enero de 2011

El límite de la resistencia


 Debo decirle también que, mientras era prisionero, contraje una deuda con los elefantes que trato de pagar. Fue a un compañero mío a quien se le ocurrió la idea. Después de estar algunos días en una celda de castigo –un metro diez por un metro cincuenta-, y sintiendo que estaba a punto de ahogarse entre aquellas cuatro paredes, empezó a pensar en las manadas de elefantes en libertad. Y todas las mañanas los alemanes le encontraban en plena forma, riéndose: se había vuelto inquebrantable. Cuando salió de la celda, nos contó su truco, y cada vez que no podíamos más en nuestra celda, nos imaginábamos a esos gigantes corriendo irresistiblemente a través de los grandes espacios abiertos de África. Exigía un considerable esfuerzo  de imaginación, pero ese esfuerzo nos mantenía vivos. Cuando nos dejaban solos, medio muertos, apretábamos los dientes, sonreíamos y, con los ojos cerrados, seguíamos viendo a nuestro elefantes llevárselo todo por delante y sin que nada pudiera detenerlos; casi oíamos la tierra temblando bajo las pisadas de esa prodigiosa libertad y el viento de alta mar nos llenaba los pulmones. Naturalmente, las autoridades del campo acabaron inquietándose: la moral de nuestro barracón era especialmente alta y moríamos menos. Nos apretaron las clavijas. Me acuerdo de un compañero, un tal Fluche, un parisino, que era mi vecino de cama. Por la noche era incapaz de moverse – su pulso había bajado a treinta y cinco-, pero de vez en cuando nuestras miradas se cruzaban; yo distinguía en el fondo de sus ojos una chispa de alegría apenas perceptible y sabía que los elefantes estaban todavía allí, que él seguía viéndolos en el horizonte… Los guardias se preguntaban qué demonios pasaba. Y después, entre nosotros hubo uno que se fue de la lengua. Puede imaginarse lo que eso supuso. La idea de que en nosotros siguiera habiendo algo a los que ellos no podían llegar, una ficción, un mito que no podían arrebatarnos y que nos ayudaba a resistir, los sacaba de sus casillas. ¡Y entonces empezaron a redoblar sus atenciones para con nosotros! Una noche, Fluche llegó arrastrándose al barracón y tuve que ayudarle a alcanzar su rincón. Se quedó tumbado durante un momento, con los ojos completamente abiertos, como si tratara de ver algo, y luego me dijo que ya no había nada que hacer, que ya no los veía, que ni siquiera creía que existieran. Hicimos todo lo que pudimos para ayudarle a resistir. Tenía que haber visto a la pandilla de esqueletos que éramos rodeándolo con frenesí, blandiendo el dedo hacia el horizonte imaginario, describiendo a esos gigantes que ninguna opresión, ninguna ideología, podrían expulsar de la tierra. Pero Fluche ya no conseguía creer  en las maravillas de la naturaleza. Ni siquiera conseguía imaginar que tal libertad existiera en el mundo: que los hombres, al menos en África, fueran todavía capaces de tratar la naturaleza con respeto. Sin embargo, hizo un esfuerzo. Volvió hacia mí su cara y me guiño un ojo. “Todavía me queda uno –murmuró-. Lo he escondido muy bien, muy al fondo, pero ya no podré ocuparme de él…Ya no me quedan…Llévatelo con los tuyos.” El pobre Fluche hacía un terrible esfuerzo para hablar, pero la chispa continuaba allí, dentro de sus ojos. “Llévatelo con los tuyos… Se llama Rodolfo. Es ridículo el nombre con el que yo le llamo… No quiero… Encárgate de él.” Pero me miro de una forma… “Vamos, anímate  -le dije-, me quedaré con tu Rodolfo, pero cuando te pongas bien te lo devolveré.” Pero yo tenía su mano en la mía y supe de inmediato que Rodolfo se quedaría conmigo para siempre. Desde entonces, lo llego conmigo a todas partes. Ya lo ve señorita, por eso estoy en África, eso es lo que yo defiendo.

Romain Gary. Las raíces del cielo. Páginas 45-46