9 de febrero de 2011

Buen usuario

David Castrillón

Siempre he sido un buen usuario del metro. Aprendí a ser un ciudadano ejemplar, apto para montarlo. En la estación hago la fila para comprar el tiquete. Si es larga, no me desespero. En silencio, guardando en lo posible distancia, espero que avance. Intento no hacer ruido, pues entrar al metro, por lo que me han enseñado, es un acto de buena disciplina. Antes de llegar a la ventanilla saco de mi billetera el valor exacto. Cuando llego tengo listo en mi mano derecha el dinero. Saludo en un tono neutro, con un inexpresivo “buenas tardes”, y extiendo mi mano. El tono neutro, como buen cliente que también soy, es para no generar distracciones de ningún tipo en la servidora que con su mano izquierda me da el tiquete. Así el proceso de compraventa se realiza ágilmente, y la fila se mueve con mayor rapidez. Veo, a veces, cómo algunos se entretienen en conversaciones y hasta llegan a hacer reír a la funcionaria. Imagino que la disciplina les será aplicada. Esto no es muy común, a decir verdad, pues por lo general en el metro somos todos (aunque yo en mayor medida) usuarios disciplinados.

Para mayor seguridad, y como ayuda al cabal cumplimento de la tan lograda y admirada disciplina en este limpio lugar, está, siempre a nuestro lado, un servidor de la fuerza pública. Camino hacia la máquina registradora, no muy despacio ni muy rápido, con un ritmo adecuado de dos pasos por segundo. Introduzco el tiquete en la ranura. Ahora no tengo que saludar, tampoco nadie hará reír a la máquina, lo que la hace bastante eficiente. Ahora estoy dentro. Bajo las escalas conservando la cadencia en el andar y me ubico en la parte intermedia del pasillo de espera detrás de la línea amarilla. Este pasillo está siempre brillante. Las personas que ingresan tienen un caminar parecido al mío, además, si hablan, lo hacen en silencio. Todos detrás de la línea, callados, parados (pocos sentados), somos el ejemplo de la eficiencia de este medio de transporte. Los ojos del policía están atentos para que la cultura se mantenga. Yo también estoy atento, pero en este mar de buena disciplina solo veo, para mi tranquilidad, rostros sin expresión. 

Cuando el metro llega a la estación espero, primero, que las personas que están dentro salgan. Luego ingreso. El metro es muy limpio. Ni el tiempo, ni la sucia ciudad, han pasado sobre él: está igual que el primer día que sus puertas se abrieron. A él no lo afecta la masa informe que afuera se mueve. A mí tampoco me afecta mucho.

Las puertas se cierran y el tiempo que estaré dentro de este límpido cuarto en movimiento está medido. Observo a las personas dentro del vagón y siento un orgullo por tanto orden, por tanto silencio, por tanta limpieza. Constato que se ha logrado, con la ayuda de la mirada del servidor público de verde, una conducta irreprochable de los usuarios.

Cuando sonó el timbre anunciando el cierre de las puertas, dos jóvenes, en medio del vagón, comenzaron a reírse de tal forma que las miradas se instalaron en sus rostros. El silencio, la paz y el orden que reinaban fueron irrespetados por unas carcajadas tan estruendosas que parecía haberse metido la ciudad en el vagón. Una sonrisa hubiera sido aceptable, pero tal exceso de expresión era un insulto a las buenas maneras. Por un momento pararon, pero solo fue para salir, en el segundo siguiente, con mayor fuerza.

Todos los usuarios miramos sorprendidos ese escándalo, y el reproche por tal actitud se les hizo sentir. Hubo miradas de ceño fruncido, movimientos de cabeza negativos, suspiros inconformes, todo el peso del rechazo gestual les fue impuesto. Sin embargo no paraban. Yo, por supuesto, estaba indignado ¿Cómo era posible que la indisciplina se hubiera filtrado en el mayor referente de la cultura, en el logro de siglos de modernización, de orden? En ese momento, cuando las carcajadas iban y venían sin control alguno, comencé a sentir, primero en mi boca, después en mi estómago, una risa irreprimible. No había razón para tal risa, parecía un contagio.

Mientras más escuchaba las carcajadas, más mi cuerpo las quería reproducir. Baje la mirada, trate de concentrarme en ideas razonables, pero era incontrolable lo que se apoderaba de mí. Pensé, por un momento, en una rara enfermedad de la  risa que estos jóvenes estaban propagando y que terminaría en un contagio general. Estaría amenazado el orden. No había en el vagón un  solo policía que impusiera la inmaculada cultura del metro, y yo, mientras más escuchaba a los jóvenes, más risas espasmódicas generaba. Las personas comenzaron a mirarme, ninguna reía. Solo yo había sido contagiado. Yo, un ejemplo de usuario, de buen ciudadano.

Por un momento controlé los espasmos, pero, como a los jóvenes, brotó de mis entrañas una gran carcajada que no pude ocultar. Desconsolado, pero en medio de una risa absurda, trataba de encontrar una mirada que me devolviera la compostura. Mientras más buscaba, más fuerte era mi ataque. Los jóvenes me miraban y seguían riendo. Yo tampoco paraba. Llegué a la siguiente estación, y tuve que abandonar el vagón. Salí corriendo, con la carcajada a cuestas. Un funcionario de la seguridad, al verme en la sospechosa actitud, salió detrás de mí. Yo aumenté la carrera, tenía que salir, me salté la máquina registradora, tropecé con un usuario, rompí la fila, mientras el policía me perseguía para que no riera, para que no corriera, y yo no paraba, no paraba de reír.

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