23 de junio de 2011

La primera pregunta

  No recuerdo la primera pregunta que tuve, creo que nadie la recuerda. De ella se desprende, uno podría pensar, lo que vamos siendo ahora. No solo de ella, también de la respuesta y del sentimiento que generó. Recuerdo algunas sorpresas que tuve de niño. Por ejemplo, que la tierra giraba alrededor del sol, y que además la tierra, donde yo estaba parado, giraba rápidamente suspendida en medio de la nada, y esa nada tenía una cantidad de elementos que giraban y se movían y componían algo que se llamaba universo, que era infinito. En aquel momento me dio un poco de vértigo, fue un sentimiento extraño, algo sublime, a la vez impotente. Y aún hoy, cuando pienso en el tal infinito, siento un vacío, tal vez incurable. Claro, descubrimientos prestados, pero era algo nuevo que no sabía.

Recuerdo que fue mi abuelo quien me habló del universo, y también recuerdo el sentimiento que me generó. Sentí en mi estómago como una mariposa de enamorado cuando supe que había algo tan inmenso y que yo, en medio de tal grandeza, era un minúsculo grano de arena, o menos. Me dio pesar de la arena, tan diminuta en el universo. También me dio un sensación de júbilo al pertenecer a  algo tan gigante, tan lleno de cosas de las que no sabía y que si preguntaba tal vez alguien me podría responder.

Tuve la fortuna de tener en mi infancia personas que tomaran en serio preguntas tan insignificantes como por qué las hormigas van por caminos y llevan hojas encima, hasta la pregunta de qué pasa con los que mueren. Esta última sé que ha dado para múltiples respuestas, y a mí, por lo menos, me la dejaron abierta, pero en ese momento esencial sentí que quien estaba conmigo sabía que aquella inquietud salía de mis entrañas, y por eso tomaba mis preguntas con las mayor seriedad. Yo, se los confieso, sentía que en esos detalles estaba en juego mi corta vida.

No les diré que lo que sentía cuando intentaba responder algo que en mi cabeza daba vueltas era similar al placer de comer, o de jugar, o de dormir, o de bailar. No era ese tipo de placer, era diferente. Era, eso sí, una sensación compartida por quien me miraba a los ojos e intentaba sentir lo mismo que yo.  Era también algo que subía a mi cabeza, iluminaba mi pensamiento, abría un cuarto nuevo y bajaba a mi estómago y de nuevo subía para dejarme saber que yo, ese simple grano de arena, podía hacer ingresar en mi cabeza parte del universo que estaba ahí, a la espera de preguntas. Una especie de éxtasis, de potencia, de alegría ingresaba por mi piel.

Las preguntas me exigían desplazarme, moverme, buscar, mirar, escuchar, en general bastante esfuerzo. Además, me di cuenta de que muchos otros también se habían preguntado y habían sentido ese gozo, y que las inquietudes que sentían e intentaban responder las pasaban a hojas para que otros las leyeran y respondieran, y continuaran con nuevas preguntas en una espiral interminable. Digamos que encontré cómplices, muchos cómplices de un placer extraño, al que algunos ahora llaman estudiar. A veces parece haber pasado de moda, por el esfuerzo que requiere, y quisieran reducirlo a un simple juego, pero insisto, no es el placer del juego, es otro placer, que aún la moda no ha podido desplazar (y no creo que pueda), pues mientras permanezcamos en esta esfera suspendida en el espacio siempre existirá ese niño que pregunta y que todavía habita, aunque a veces en un rincón, en cada uno de nosotros.




9 de junio de 2011

Nueva soledad



Por: David Castrillón

Un nuevo dolor llegó, no conocido hasta ahora. Separados por miles de kilómetros, un anciano, bastante joven, supo cómo, con la escritura, compartir su espíritu. Lo conocí cuando entre libros escuché un nombre sonoro. Sonoro fue el acto de leer que me enseñó, sonora la vida que se sentía en su estilo, sonoras, sus pausas, sus diálogos, todo su ser puesto al servicio de quien quisiera enfrentarse a los hombres y mujeres que en sus libros existen. Me preguntaba, con candidez, que era eso de ser humano. Sé que nunca lo sabré con certeza, sé que este anciano no lo pudo saber, pero esa conciencia de mi ignorancia esencial sobre el problema fundamental de la vida, me fue regalada por el portugués que ha muerto. Dirán que lo había dicho ya Sócrates y en adelante muchos otros, y es cierto. Sin embargo, para mi vida, solo lo sentí en los huesos cuando abrí con avidez lo que el hombre de Azinhaga había escrito.

Hoy, como he dicho, un nuevo dolor me acompaña, pues no había sentido, en lo que llevo de pobre existencia, la compañía de un maestro. Compañía que desde la distancia, y sin conocerme, me compartió sin mayor interés. Saber que aquello que en ese hombre se construyó durante 87 años se ha ido, le duele a la humanidad, pues personas como él sostienen esta esfera perdida. Parecen quedar cada vez menos: ese es el pesimismo, tal vez realismo, del que parecía hablar y que sus ojos veían con dolor todos los días, un dolor que llamaba, desde su casa en Lanzarote, mundo.

Las mujeres que me presentó son la expresión de la vida y la dignidad. Quería, con una responsabilidad de hierro, feminizar esta humanidad masculina. La inteligencia, que solo es social, la representan sus mujeres, quienes inspiran, en medio del escenario más cruento, a quienes quieren conservar la bondad más profunda, que a veces está al límite de desaparecer. Para este ciudadano el ser humano, en esencia, parecía malo, sin embargo, la mujer lo contradecía, y era esa mujer la que soportaba y mostraba que pequeñas bondades, hasta en el ambiente más extremo, florecían sin decir mucho, sin mucha algarabía.

Ha muerto. Ya no está más en esta tierra, y quedamos cada vez más solos. Muchos seres humanos habitamos esta cosa redonda que nada la sostiene, esta mancha azul que en medio del infinito se mueve sin saber dónde está. Y las pequeñas conciencias que la habitan parecen, en medio de su impotencia, separase más mientras que con estrechez se miran. Una compañía solitaria es lo que parece imponerse, y la muerte de José, del señor José, de ese que en mi impotencia quisiera que todos tuviéramos, de aquel que esperaría ver en los ojos de los seres humanos, es un dolor de soledad. Pero el dolor que sentiría el discípulo en la distancia cuando ya no estuviera el cuerpo de su maestro respirando, él, con sabiduría y amor, lo previó: José Saramago se quedó conmigo en sus letras, allí está, junto a mí, cuando con la magia de sus libros me dice, con su bella lucidez, qué voy siendo en este jardín imperfecto.