9 de junio de 2011

Nueva soledad



Por: David Castrillón

Un nuevo dolor llegó, no conocido hasta ahora. Separados por miles de kilómetros, un anciano, bastante joven, supo cómo, con la escritura, compartir su espíritu. Lo conocí cuando entre libros escuché un nombre sonoro. Sonoro fue el acto de leer que me enseñó, sonora la vida que se sentía en su estilo, sonoras, sus pausas, sus diálogos, todo su ser puesto al servicio de quien quisiera enfrentarse a los hombres y mujeres que en sus libros existen. Me preguntaba, con candidez, que era eso de ser humano. Sé que nunca lo sabré con certeza, sé que este anciano no lo pudo saber, pero esa conciencia de mi ignorancia esencial sobre el problema fundamental de la vida, me fue regalada por el portugués que ha muerto. Dirán que lo había dicho ya Sócrates y en adelante muchos otros, y es cierto. Sin embargo, para mi vida, solo lo sentí en los huesos cuando abrí con avidez lo que el hombre de Azinhaga había escrito.

Hoy, como he dicho, un nuevo dolor me acompaña, pues no había sentido, en lo que llevo de pobre existencia, la compañía de un maestro. Compañía que desde la distancia, y sin conocerme, me compartió sin mayor interés. Saber que aquello que en ese hombre se construyó durante 87 años se ha ido, le duele a la humanidad, pues personas como él sostienen esta esfera perdida. Parecen quedar cada vez menos: ese es el pesimismo, tal vez realismo, del que parecía hablar y que sus ojos veían con dolor todos los días, un dolor que llamaba, desde su casa en Lanzarote, mundo.

Las mujeres que me presentó son la expresión de la vida y la dignidad. Quería, con una responsabilidad de hierro, feminizar esta humanidad masculina. La inteligencia, que solo es social, la representan sus mujeres, quienes inspiran, en medio del escenario más cruento, a quienes quieren conservar la bondad más profunda, que a veces está al límite de desaparecer. Para este ciudadano el ser humano, en esencia, parecía malo, sin embargo, la mujer lo contradecía, y era esa mujer la que soportaba y mostraba que pequeñas bondades, hasta en el ambiente más extremo, florecían sin decir mucho, sin mucha algarabía.

Ha muerto. Ya no está más en esta tierra, y quedamos cada vez más solos. Muchos seres humanos habitamos esta cosa redonda que nada la sostiene, esta mancha azul que en medio del infinito se mueve sin saber dónde está. Y las pequeñas conciencias que la habitan parecen, en medio de su impotencia, separase más mientras que con estrechez se miran. Una compañía solitaria es lo que parece imponerse, y la muerte de José, del señor José, de ese que en mi impotencia quisiera que todos tuviéramos, de aquel que esperaría ver en los ojos de los seres humanos, es un dolor de soledad. Pero el dolor que sentiría el discípulo en la distancia cuando ya no estuviera el cuerpo de su maestro respirando, él, con sabiduría y amor, lo previó: José Saramago se quedó conmigo en sus letras, allí está, junto a mí, cuando con la magia de sus libros me dice, con su bella lucidez, qué voy siendo en este jardín imperfecto.


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