18 de abril de 2012

Autor de Borges



Quiero escribir un texto original. Solamente la descripción del argumento. Sé que ahondar en detalles es robar tiempo al lector.  Un hombre ha leído a Borges. No puede sacarse la idea de escribir « Pierre Menard, autor del Quijote » reconstituyendo en sí mismo las condiciones de escritura de Borges y de Cervantes. No quiere que el cuento sea una simple ficción. Emprende la inmensa tarea para hacerla real. Después de un par de décadas intentando ser Borges se da cuenta de la imposibilidad de ser Borges, de ser Cervantes o de ser cualquier otro ser humano que existe o existió. Haciendo caso a esta profunda intuición no vuelve a escribir y termina como contador.
Luego surge un problema mayor, y es el mío. Me doy cuenta de que quiero imitar a Borges y no hay nada de original ni de valioso en este texto. En este momento paro de escribir y me suicido.

10 de abril de 2012

Un vuelo



Por: David Castrillón

Anoche recordó cómo un viento arrasador lo elevaba sobre las mangas que detrás del aeropuerto se extendían.

El día comenzaba cuando su abuelo, en la diaria caminata, marcaba con su habitual cadencia los pasos por el largo corredor que a ningún lado lo llevaban. En el imperceptible instante que la luz del sol aparecía sobre la alta montaña oriental que cubría el estrecho valle, el anciano abría el ojo. No es esta historia sobre los pasos del abuelo, pero éste era el reloj que marcaba cuándo había que levantarse para la cita de los domingos. No era misa, por lo menos no tan temprano, tampoco el desayuno, como se acostumbra a decir; la cita era con aquél sueño, legendario en los humanos, de levantarse por los aires sin el límite de la gravedad. Cuando despertaba el pequeño, ya la abuela había preparado aguapanela, también el abuelo había detenido sus pasos y ahora sonaba la flauta. Sonaban además, a esa hora, rugidos aéreos que se perdían en las nubes. Después de unos rápidos sorbos que quemaban la lengua, raudo salía al encuentro con la gallada. Reunidos, algunos bañados, otros aún con líneas rojas en la cara, acordaban la ruta. Esta vez cruzarían la calle, ingresarían por el pequeño agujero que la reja tenía, y por los altos matorrales entrarían al mundo prohibido de los aviones.

En el barrio Belén las Playas algunos no sabían aún de playas o mares, pero sí habían aprendido a volar. Al frente del barrio, cruzando la humilde setenta, antes de la construcción del parque Juan Pablo II, se extendían abundantes matorrales donde se escondían niños perdidos en los juegos que solo quedan en los recuerdos. Después de atravesar una selva espesa, se llegaba a la pista vetada para toda clase de infantes, donde los aviones se elevaban sobre la ciudad. Era, en esa época, el único aeropuerto de la región, y desde allí se alzaban imponentes aparatos. Por la orilla de la pista estos intrépidos menores caminaban hasta el extremo, hasta llegar a donde los muertos aún duermen. Se preguntará el lector si esos muertos, que disfrutan en Campos de Paz del descanso eterno, podrían realmente disfrutar del largo asueto cuando la estridencia de las turbinas hacían temblar la tierra. Si los muertos no se la gozaban, los pequeños no desaprovechaban turbina para despegar.

Consistía el juego en esperar, en toda la punta de la pista, en lo que ahora es la carrera ochenta, el calentamiento de los aviones que se disponían a viajar. El jumbo llegaba, daba la vuelta; la pista se extendía en el horizonte, y comenzaba a girar la turbina gigante. Salía de ese gran ventilador, que así lo veían los aventureros, una ráfaga poderosa de viento. Los niños, agarrados de la reja con todas sus fuerzas, sentían cómo sus piernas comenzaban a volar. En la potencia máxima, cuando el piloto se disponía a arrancar, sabían estos intrépidos voladores que era el momento para soltarse. Duraba el vuelo unos segundos, mientras el avión, con la velocidad de un rayo, se alejaba en la ancha calle asfaltada. Los niños realmente volaban. Habría que ver cómo esos cuerpos, y experiencia igual ahora no se encuentra, parecían pájaros descontrolados, con aterrizaje, si se quiere, algo forzoso, pero que no generaba mayor rasguño. La alegría de haber volado no la sentirían, con tal entusiasmo, ni quienes en sus asientos se alejaban de la ciudad. Sabemos, porque aún los recuerdos continúan con la fuerza de una turbina, que la sensación real de volar estuvo al alcance de niños que veían, detrás de cualquier hueco, un posible escondite de dragones.

Simples juegos que, para un niño de siete u ocho años de nuestra actual civilización, acostumbrado a proezas más estimulantes frente a una pantalla, no merecerían mención, pues, en su sedentarismo e incluso indolencia, ya ha viajado fuera de esta galaxia a exterminar hombrecitos con antenas, ya de sus manos han salido rayos más poderosos que cualquier bomba atómica y que acabarían con un planeta entero, ya ha bombardeado con los últimos aviones militares a los rebeldes de las aldeas lejanas, ya ha bajado a los abismos oceánicos sin equipo de buceo, ya ha competido en el automóvil más veloz. Al lado de tan superiores hazañas, los niños de las Playas solo podrían presentar sus aventuras de construcción de un teléfono con hilos y vasos gastados, o la subida a un árbol, temprano en la mañana, a recoger frutos todavía húmedos por el rocío nocturno, cuando no mojados por el torrente de la noche. Poca cosa, es verdad, pero es más que probable que el superhombre que con un botón emite rayos de sus puños no sería capaz de volar, después de atravesar una enmarañada selva, como un pájaro que sin afanes se deja llevar por el viento, en este caso, de una turbina.

Así se iba la mañana. Así se iban los días de los niños. Así quedó grabado en su memoria un recuerdo que aparece cuando, detrás del aeropuerto, allá al frente de Campos de paz, sobre la Ochenta, por el Rodeo, al lado los salpicones, observa aún a personas esperando un avión que cumpla el sueño de volar. Sueño que el abuelo, el de la caminata en la madrugada, nunca cumplió.