Por: David Castrillón
Anoche recordó cómo un viento arrasador lo elevaba
sobre las mangas que detrás del aeropuerto se extendían.
El día comenzaba cuando su abuelo, en la diaria
caminata, marcaba con su habitual cadencia los pasos por el largo corredor que
a ningún lado lo llevaban. En el imperceptible instante que la luz del sol
aparecía sobre la alta montaña oriental que cubría el estrecho valle, el
anciano abría el ojo. No es esta historia sobre los pasos del abuelo, pero éste
era el reloj que marcaba cuándo había que levantarse para la cita de los
domingos. No era misa, por lo menos no tan temprano, tampoco el desayuno, como
se acostumbra a decir; la cita era con aquél sueño, legendario en los humanos,
de levantarse por los aires sin el límite de la gravedad. Cuando despertaba el
pequeño, ya la abuela había preparado aguapanela, también el abuelo había
detenido sus pasos y ahora sonaba la flauta. Sonaban además, a esa hora,
rugidos aéreos que se perdían en las nubes. Después de unos rápidos sorbos que
quemaban la lengua, raudo salía al encuentro con la gallada. Reunidos, algunos
bañados, otros aún con líneas rojas en la cara, acordaban la ruta. Esta vez
cruzarían la calle, ingresarían por el pequeño agujero que la reja tenía, y por
los altos matorrales entrarían al mundo prohibido de los aviones.
En el barrio Belén las Playas algunos no sabían aún
de playas o mares, pero sí habían aprendido a volar. Al frente del barrio, cruzando
la humilde setenta, antes de la construcción del parque Juan Pablo II, se
extendían abundantes matorrales donde se escondían niños perdidos en los juegos
que solo quedan en los recuerdos. Después de atravesar una selva espesa, se
llegaba a la pista vetada para toda clase de infantes, donde los aviones se
elevaban sobre la ciudad. Era, en esa época, el único aeropuerto de la región,
y desde allí se alzaban imponentes aparatos. Por la orilla de la pista estos
intrépidos menores caminaban hasta el extremo, hasta llegar a donde los muertos
aún duermen. Se preguntará el lector si esos muertos, que disfrutan en Campos
de Paz del descanso eterno, podrían realmente disfrutar del largo asueto cuando
la estridencia de las turbinas hacían temblar la tierra. Si los muertos no se
la gozaban, los pequeños no desaprovechaban turbina para despegar.
Consistía el juego en esperar, en toda la punta de la
pista, en lo que ahora es la carrera ochenta, el calentamiento de los aviones
que se disponían a viajar. El jumbo llegaba, daba la vuelta; la pista se
extendía en el horizonte, y comenzaba a girar la turbina gigante. Salía de ese
gran ventilador, que así lo veían los aventureros, una ráfaga poderosa de
viento. Los niños, agarrados de la reja con todas sus fuerzas, sentían cómo sus
piernas comenzaban a volar. En la potencia máxima, cuando el piloto se disponía
a arrancar, sabían estos intrépidos voladores que era el momento para soltarse.
Duraba el vuelo unos segundos, mientras el avión, con la velocidad de un rayo,
se alejaba en la ancha calle asfaltada. Los niños realmente volaban. Habría que
ver cómo esos cuerpos, y experiencia igual ahora no se encuentra, parecían
pájaros descontrolados, con aterrizaje, si se quiere, algo forzoso, pero que no
generaba mayor rasguño. La alegría de haber volado no la sentirían, con tal
entusiasmo, ni quienes en sus asientos se alejaban de la ciudad. Sabemos, porque
aún los recuerdos continúan con la fuerza de una turbina, que la sensación real
de volar estuvo al alcance de niños que veían, detrás de cualquier hueco, un
posible escondite de dragones.
Simples juegos que, para
un niño de siete u ocho años de nuestra actual civilización, acostumbrado a
proezas más estimulantes frente a una pantalla, no merecerían mención, pues, en
su sedentarismo e incluso indolencia, ya ha viajado fuera de esta galaxia a
exterminar hombrecitos con antenas, ya de sus manos han salido rayos más
poderosos que cualquier bomba atómica y que acabarían con un planeta entero, ya
ha bombardeado con los últimos aviones militares a los rebeldes de las aldeas
lejanas, ya ha bajado a los abismos oceánicos sin equipo de buceo, ya ha
competido en el automóvil más veloz. Al lado de tan superiores hazañas, los
niños de las Playas solo podrían presentar sus aventuras de construcción de un
teléfono con hilos y vasos gastados, o la subida a un árbol, temprano en la
mañana, a recoger frutos todavía húmedos por el rocío nocturno, cuando no
mojados por el torrente de la noche. Poca cosa, es verdad, pero es más que
probable que el superhombre que con un botón emite rayos de sus puños no sería
capaz de volar, después de atravesar una enmarañada selva, como un pájaro que
sin afanes se deja llevar por el viento, en este caso, de una turbina.
Así se iba la
mañana. Así se iban los días de los niños. Así quedó grabado en su memoria un
recuerdo que aparece cuando, detrás del aeropuerto, allá al frente de Campos de
paz, sobre la Ochenta, por el Rodeo, al lado los salpicones, observa aún a
personas esperando un avión que cumpla el sueño de volar. Sueño que el abuelo, el
de la caminata en la madrugada, nunca cumplió.
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