15 de enero de 2011

El límite de la resistencia


 Debo decirle también que, mientras era prisionero, contraje una deuda con los elefantes que trato de pagar. Fue a un compañero mío a quien se le ocurrió la idea. Después de estar algunos días en una celda de castigo –un metro diez por un metro cincuenta-, y sintiendo que estaba a punto de ahogarse entre aquellas cuatro paredes, empezó a pensar en las manadas de elefantes en libertad. Y todas las mañanas los alemanes le encontraban en plena forma, riéndose: se había vuelto inquebrantable. Cuando salió de la celda, nos contó su truco, y cada vez que no podíamos más en nuestra celda, nos imaginábamos a esos gigantes corriendo irresistiblemente a través de los grandes espacios abiertos de África. Exigía un considerable esfuerzo  de imaginación, pero ese esfuerzo nos mantenía vivos. Cuando nos dejaban solos, medio muertos, apretábamos los dientes, sonreíamos y, con los ojos cerrados, seguíamos viendo a nuestro elefantes llevárselo todo por delante y sin que nada pudiera detenerlos; casi oíamos la tierra temblando bajo las pisadas de esa prodigiosa libertad y el viento de alta mar nos llenaba los pulmones. Naturalmente, las autoridades del campo acabaron inquietándose: la moral de nuestro barracón era especialmente alta y moríamos menos. Nos apretaron las clavijas. Me acuerdo de un compañero, un tal Fluche, un parisino, que era mi vecino de cama. Por la noche era incapaz de moverse – su pulso había bajado a treinta y cinco-, pero de vez en cuando nuestras miradas se cruzaban; yo distinguía en el fondo de sus ojos una chispa de alegría apenas perceptible y sabía que los elefantes estaban todavía allí, que él seguía viéndolos en el horizonte… Los guardias se preguntaban qué demonios pasaba. Y después, entre nosotros hubo uno que se fue de la lengua. Puede imaginarse lo que eso supuso. La idea de que en nosotros siguiera habiendo algo a los que ellos no podían llegar, una ficción, un mito que no podían arrebatarnos y que nos ayudaba a resistir, los sacaba de sus casillas. ¡Y entonces empezaron a redoblar sus atenciones para con nosotros! Una noche, Fluche llegó arrastrándose al barracón y tuve que ayudarle a alcanzar su rincón. Se quedó tumbado durante un momento, con los ojos completamente abiertos, como si tratara de ver algo, y luego me dijo que ya no había nada que hacer, que ya no los veía, que ni siquiera creía que existieran. Hicimos todo lo que pudimos para ayudarle a resistir. Tenía que haber visto a la pandilla de esqueletos que éramos rodeándolo con frenesí, blandiendo el dedo hacia el horizonte imaginario, describiendo a esos gigantes que ninguna opresión, ninguna ideología, podrían expulsar de la tierra. Pero Fluche ya no conseguía creer  en las maravillas de la naturaleza. Ni siquiera conseguía imaginar que tal libertad existiera en el mundo: que los hombres, al menos en África, fueran todavía capaces de tratar la naturaleza con respeto. Sin embargo, hizo un esfuerzo. Volvió hacia mí su cara y me guiño un ojo. “Todavía me queda uno –murmuró-. Lo he escondido muy bien, muy al fondo, pero ya no podré ocuparme de él…Ya no me quedan…Llévatelo con los tuyos.” El pobre Fluche hacía un terrible esfuerzo para hablar, pero la chispa continuaba allí, dentro de sus ojos. “Llévatelo con los tuyos… Se llama Rodolfo. Es ridículo el nombre con el que yo le llamo… No quiero… Encárgate de él.” Pero me miro de una forma… “Vamos, anímate  -le dije-, me quedaré con tu Rodolfo, pero cuando te pongas bien te lo devolveré.” Pero yo tenía su mano en la mía y supe de inmediato que Rodolfo se quedaría conmigo para siempre. Desde entonces, lo llego conmigo a todas partes. Ya lo ve señorita, por eso estoy en África, eso es lo que yo defiendo.

Romain Gary. Las raíces del cielo. Páginas 45-46


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