15 de noviembre de 2010

Maicena

D

No era diciembre. Aunque, por los rostros, parece el tradicional juego con maicena en las calles, donde las narices se empolvan y la blancura de las pestañas contrasta con los ojos en llamas. Se vive el juego, día a día, en medio de la canícula (esta palabra, en el profundo cañón de permanentes brasas, poco significa). La maicena ha cambiado, ya no viene en empaques pequeños, fáciles de llevar en una mano. Tampoco puede ser esparcida con entusiasmo, su desperdicio es castigado. Es mayor el peso, sus propiedades físicas borran las huellas dactilares de los jugadores. No es la misma maicena de la niñez. Sin rodeos: no es maicena. Es cemento. Cemento que quema los ojos, cemento que seca la piel, cemento que enturbia la sangre y sofoca los pulmones. No son, tampoco, felices fiestas navideñas, ni juegos, ni jugadores. Son cuerpos lacerados por el trabajo en la imponente fábrica. Uno de los cuerpos se llama Fabio, nombre que sirve de poco.
En marcadas estrías faciales permanecen diminutas dunas que, en su lividez, acentúan los años de ilusiones evaporadas. Sin embargo, cuando sale el cuerpo de la jornada, su alma regresa y mira, con entusiasmo, la vida que con sus hijos, con sus amigos, con su mujer ha construido. Esta vez, cuando llega a casa, su hijo, que mira con inquietud sus ojos encendidos, solo alcanza a decir, Este año no te tiraré maicena.

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