Todos los hombres somos un Hombre, y este Hombre
escribe una obra. Solo aportamos, en lo que parece una vida, pequeñas frases,
como pasajeros pensamientos de ese Hombre que somos.
D.C. Libro de las auroras . p. 127.
Durante la guerra contra el
terror, cuando nos encerraron en los campos de tortura, tenía un compañero que
se hacía llamar José: era el hombre más valiente que he conocido en mi vida. Un
negro corpulento, de manos grandes y mirada transparente. Era el núcleo
irreductible de nuestro grupo y todos los estudiosos y “políticos” se agrupaban
instintivamente a su alrededor. Siempre alegre, con esa alegría de quien ha
llegado hasta el fondo de las cosas y emerge seguro de sí mismo. Cuando decaían
los ánimos y a tu alrededor solo veías caras tristes y desesperanzadas que se
miraban una a otras, ibas a él y siempre se le ocurría algo para subirte la
moral. Un día, por ejemplo, entró en la pequeña celda imitando el gesto de un
hombre que da el brazo a una mujer. Nosotros estábamos hundidos en nuestros
rincones, sucios, descorazonados, desesperados. Las quejas de quienes no
estaban demasiado agotados se elevaban por las frías paredes y parecían
inundarlo todo. José, sin dejar de ofrecer el brazo a la mujer imaginaria,
atravesó la celda bajo nuestras miradas desconcertadas y después, con cara de
enamorado, hizo el ademán de invitarle a sentarse en su cama. A pesar de la indiferencia
general hubo algunas muestras de interés. Unos se incorporaban apoyándose en el
codo y miraban asombrados a José hacerle cariños a su mujer invisible. Le
besaba la mano, le acariciaba los pómulos, le decía algo al oído, todo con una
amabilidad de dandy.
En un momento, cuando Luis se
había quitado el pantalón y se estaba rascando los pelos, José se acercó a él y
le echó con todas sus fuerzas una sábana sobre el culo. Qué te pasa, será que
no me puedo rascar o qué, protestó Luis, Un poco de pudor, viejo, no ves que
hay una mujer entre nosotros, dijo José, Qué, dijo otro, Cómo, exclamó Jairo,
Estás loco, de que mujer hablás inquirió Santiago, Claro, algunos de ustedes fingen no verla, cierto, y por eso
siguen en la cochinada.
Nadie dijo nada. Tal vez se
hubiera vuelto loco, pero seguía teniendo una figura imponente, ante la que los
mismos sicarios y narcos con los que estábamos mostraban respeto. José volvió
junto a su mujer imaginaria y le besó delicadamente la mano. Después,
volviéndose hacia todos nosotros, que lo mirábamos boquiabiertos, nos dijo,
Bueno, ya saben, a partir de hoy todo cambiará. Primero, no seguirán chillando
como gatas y se comportarán ante ella como si fueran hombres. Digo “como si”,
porque es lo único que cuenta. Van a hacer un esfuerzo de limpieza y dignidad,
porque, sino, les daré una muenda. Ella, mujer decente, no soportaría pasar un
día en este ambiente apestoso y, además, nos comportaremos de una manera
galante y educada. Y el primero que le falte al respeto, que por ejemplo se
tire un peo delante de ella, tendrá que rendirme cuentas.
Lo mirábamos con cara de burros y
en silencio. Después algunos empezaron a comprender. Hubo algunas risas roncas,
pero todos sentíamos confusamente que en el punto en el que estábamos, sino
había alguna convención de dignidad para sostenernos, si no nos agarrábamos a
una ficción, a un mito, lo único que nos quedaba era abandonar, someternos a
cualquier cosa, incluso a colaborar con la tortura a otros. A partir de aquel
momento, ocurrió algo realmente extraordinario: la moral del grupo T subió
varios grados. Hicimos unos esfuerzos de limpieza inauditos. Un día, Ignacio,
que sin duda ya no podía más, y que estaba a punto de ceder él mismo, se lanzo
sobre un narco con el pretexto de que “le había faltado al respeto a la
señorita”. La explicación que después le dio al asombrado Capo nos dio para
reírnos un buen rato. Cada mañana, uno de nosotros sostenía una manta
desplegada en un rincón “mientras la señorita se vestía” para protegerla de las
miradas indiscretas. Felipe, el pianista, y por lo tanto el más extenuado de
todos nosotros se pasaba los veinte minutos del descanso recogiendo piedritas
raras para ella. Los intelectuales del grupo decían agudezas y pronunciaban
discursos para lucirse ante la mujer invisible y cada uno recurría a lo que le
quedaba de virilidad para mostrarse siempre victorioso. Naturalmente, el
general del campo de tortura no tardó en ser puesto al corriente. Ese mismo
día, durante el descanso, vino a ver a José con una de esas sonrisas de
suficiencia y coléricas de las que solo él conocía el secreto. José, me dicen
que usted ha metido una mujer en le celda T, Nada le impide registrar,
respondió José. El general suspiró y meneó la cabeza. Yo comprendo estas cosas,
José, dijo con suavidad. Las comprendo muy bien, he nacido para comprenderlas,
es mi oficio. Esa es la razón de que haya llegado tan lejos en la defensa de
nuestras instituciones, de nuestra seguridad. Las comprendo y no me gustan,
incluso diría que las detesto. Por eso sigo a mi presidente Tamayo. No creo en
la omnipotencia del espíritu humano, no creo en la primacía de lo espiritual,
en el asunto de la discusión, en la libertad, en el mito de la dignidad ni en
las tales convenciones nobles, ese idealismo me resulta insoportable, así tenga
que hablar de eso en público. José, le doy hasta mañana para que haga salir a
esa mujer de la celda T. Mejor que eso… sus ojos sonrieron, Conozco a los
idealistas, José, a los tales humanistas. Desde que llegamos al poder me he
especializado en los idealistas y los humanistas. Los “valores espirituales”
son cosa mía. No olvide que, en lo esencial, la nuestra es una apuesta por la
seguridad, y no me pregunte de quiénes, que en este momento eso no interesa.
Así, pues, mañana por la mañana estaré en la celda T con dos soldados. Usted me
entregará a la mujer invisible que tanto hace por su moral y explicaré a sus
compañeros que será conducida al burdel militar más próximo para satisfacer las
necesidades que le permiten a nuestros soldados cuidar de la seguridad del País.
Esa noche reinaba en la celda T
la consternación. Buena parte del grupo, los realistas, los razonables, los
hábiles, los prudentes, los que sabían contentarse, los que tenían los pies en
la tierra, estaban dispuestos a ceder y a entregar a la mujer. Pero era porque
sabían que a ellos no les iban a preguntar nada, que la pregunta se la harían a
José y que José no cedería. Bastaba con ver lo radiante que estaba. No valía la
pena intentarlo, no cedería. Porque si nosotros no teníamos la suficiente
fuerza o la suficiente fe para creer en nuestras propias convenciones, en
nuestro mitos, en todo lo que nos habíamos contado sobre nosotros mismos en
nuestros libros y en nuestras universidades, él se negaba a renunciar y nos
observaba con sus ojitos burlones, prisionero de un poder mucho más formidable
que el de los Tamayistas. Y se desternillaba de risa ante la idea de que
aquello solo dependía de él, que los miembros del PMFR, el ejército por la
seguridad, no podrían arrebatarle por la fuerza esa creación inmaterial de su
espíritu, que dependía de él consentir entregarla o reconocer que no existía.
En cierto sentido, si él cedía, si daba ejemplo de sumisión, todo se volvería
más fácil, bastante más fácil, porque si podíamos por fin liberarnos de nuestra
condición de dignidad, entonces todo nos estaría permitido. Incluso no habría
ninguna razón para no ser Tamayista. Pero solo había que ver su expresión de
euforia para saber que la cosa no
funcionaría. Creo que esa noche los narcos y sicarios de la celda T
debieron pensar que nos habíamos tostado, que estábamos completamente locos.
Los que comprendían la situación se reían cínicamente y nos dirigían miradas
divertidas, indulgentes, de sabios, de hombres llenos de experiencia, de
realistas que saben arreglárselas y vivir en perfecto acuerdo con su condición,
con la vida, miradas como las de Gilberto…
Qué hacemos, Escuchen, tengo una
idea, y si la dejamos salir mañana y la hiciéramos volver por la noche, Ya no
volvería, dijo Santiago, Y aunque
lo hiciera no sería la misma. José no decía nada, escuchaba con ojos
vigilantes. Lo que más me fastidia es que quieran meterla en un burdel. Romel,
el pequeño zapatero de Boston, aún creyente del comunismo, que había seguido
toda la conversación con una cara de desaprobación total, explotó, Estás
completamente loco, José, tostado, retostado, te agüevaste, no pensarás dejar
que te metan a esa mierda de celda de aislamiento y que te juzguen por esa
maricada. Para nosotros lo importante es mantenernos con vida, salir vivos de
acá, para contárselo todo a los demás y que esta cochinada sea imposible en un
futuro, para volver a construir un mundo nuevo en el que no haya que agarrarse
a mitos ni pendejadas de esas.
Pero a José le salía una suave
carcajada y Romel se metió en su rincón y nos dio la espalda para demostrarnos
que ya no era de los nuestros. Llegó la mañana, y José nos puso firmes a todos.
El general llegó con sus dos PMFR y nos examinó. Su sonrisa era más colérica y
más retorcida que de costumbre. Parecía divertirse bastante.
Bueno, don José, y la virtuosa
señorita, Se quedará aquí. Al general la cara se le blanqueó un poco. Sus gafas
parecían temblar. Sabía que se había metido en un buen lío. Sus dos PMFR eran
testigos de su impotencia. Estaba a merced de José. Dependía de su buena
voluntad. No tenía fuerza, no tenía soldados, no tenía armas capaces de expulsar
de la celda T a esa ficción, no podía hacer nada contra ella sin nuestro
consentimiento. El oficial acababa de chocar contra la fidelidad de aquel
hombre a su convención, poco importaba que esta fuera verdadera o falsa, el
caso es que nos iluminaba de dignidad. Esperó solo un segundo, muy hábilmente,
para no acentuar y prolongar su derrota. Bueno, en ese caso, sígame. Antes de
salir, José nos guiñó un ojo, Se las confío, mis amigos, gritó.
Pensamos que nunca más lo
volveríamos a ver. Nos lo devolvieron un mes más tarde con la nariz aplastada y
sin algunas uñas, pero en sus ojos no había el menor signo de derrota. Entró en
la celda T con unos veinte kilos de menos, perdidos en los misterios del
régimen de aislamiento, y el rostro terroso, pero en lo esencial seguía siendo
el mismo. Hola señores, un mes de celda de castigo a sus servicios. Un metro
diez por un metro cincuenta, no había forma de acostarse, pero por eso,
precisamente, se me ocurrió tremenda idea. Se las contaré ya, porque veo que
algunos tienen una cara de mierda, y no les preguntaré por qué. Había momentos
en que yo también me sentía así, entonces me daban ganas de darme contra las
paredes, de estrellar mi cabeza contra los muros, de sacarme los ojos, de hacer
algo para tratar de salir al aire libre. Y ustedes se quejan de claustrofobia,
chillones. Pero bien, al final se me ocurrió. Cuando no puedan más, hagan lo
que hice yo, pensaba en manadas de elefantes, de esos que hemos visto en
televisión, corriendo por las sabanas de África, por inmensos espacios
llevándoselo todo, porque mientras están vivos nada los detiene. E incluso,
quien sabe, si después de muertos continúan corriendo igual de libres. Así, cuando empiecen a sentir
claustrofobia o terror, cuando tanta seguridad los agobie, cuando sientan que
ya no pueden de la impotencia, imagínense a manadas de elefantes en plena
libertad, síganlos con la mirada, agárrense a ellos en su carrera y verán cómo,
de una, les va mejor.
Hoy continúo guardando el último
elefante que me dejó José, y se han sumado a él los árboles que, con sus
músculos, se aferran a la tierra y nos protegen en los momentos en que los
Tamayistas, que a veces parecemos todos, se manifiestan en la vida de esta
ciudad perdida en las montañas.
Adaptación de Gary (Las raíces
del cielo)
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